No son pocos los municipios que cuentan con una buena policía, pero ni por asomo conforman mayoría; ni siquiera representan un número considerable en el conjunto. La realidad es que son excepciones. En la gran parte de los casos, la policía municipal está equipada, adiestrada y remunerada en forma ostensiblemente deficiente. La crisis se ha generalizado y por ello el crimen organizado no solo ha infiltrado estas corporaciones, sino que las ha puesto a su servicio. Los operativos federales se mantienen en secreto precisamente porque en repetidas ocasiones ha quedado en evidencia que los agentes municipales son los informantes de los criminales que controlan la plaza.
Desde hace tiempo el país vive una realidad dramática por la violencia y los delitos de alto impacto. En la raíz está un enemigo de múltiples cabezas con enorme capacidad de intimidación y corrupción. El crimen evolucionó más rápido que las instituciones de seguridad. Al cierre del siglo pasado, el surgimiento de esta nueva faceta de la criminalidad coincidió con la crisis fiscal del Estado. Lo que quedó a la vista fue la vulnerabilidad de las fuerzas policiacas en los tres órdenes de gobierno. Para responder al desafío fue creado el sistema nacional de seguridad con participación de autoridades federales y gobernadores, y con perspectiva de largo plazo, a cargo de funcionarios capaces y comprometidos con la causa de la seguridad. También se formó un nuevo cuerpo policiaco federal que no tardó en dar buenos resultados en diversos frentes, especialmente en el combate al secuestro.
En 2000, el gobierno de la alternancia no reprodujo el ímpetu de la administración saliente. La desconfianza, la inexperiencia, la candidez o la confusión impidieron dar continuidad a dicho proceso de profesionalización y modernización en las instituciones de seguridad. Se llegó al extremo de promover discutibles procesos administrativos de responsabilidad contra quienes encabezaron algunas de las áreas estratégicas en el gobierno anterior. Las divisiones de inteligencia fueron reducidas bajo el candoroso supuesto de que el espionaje tenía objetivos y motivaciones políticas. El crimen prosiguió su marcha y el perjuicio institucional fue significativo y pernicioso. A pesar de que los ingresos públicos se incrementaron gracias al impulso de los muy elevados precios del petróleo, prácticamente no hubo inversiones para preparar a las instituciones del Estado ante un reto de tal magnitud.
El deterioro de las policías y el estallido de la crisis en los primeros días de su gobierno orillaron al presidente Calderón a recurrir a las fuerzas militares. El crimen estaba ganando la batalla en muchas partes del país. El presidente tuvo que encabezar un esfuerzo mayúsculo para fortalecer la capacidad del Estado frente a la delincuencia organizada. Hubo avances en el diagnóstico y surgieron las respuestas que habían sido desatendidas en el gobierno del presidente Fox. Durante el mandato del presidente Calderón, las instituciones de inteligencia mejoraron y las dependencias vinculadas a la seguridad pública fueron dotadas de tecnología y autoridad. También se modificó el marco legal para otorgar mayores facultades a las autoridades de investigación y procuración de justicia.
El balance de las acciones no puede entonces ceñirse al recrudecimiento de la violencia ni a las estadísticas de muertes o ejecuciones relacionadas con el crimen organizado. El cuadro es mucho más complejo. Lo que sí debe quedar claro es que la situación ahora sería inmanejable de no ser por aquellas decisiones difíciles, pero necesarias por la gravedad de la circunstancia. Lamentablemente no siempre existió la coordinación necesaria entre órdenes de gobierno ni hubo un compromiso compartido para que la pluralidad legislativa apoyara las iniciativas del gobierno.
Casi seis años después, el Congreso regresa a discutir una reforma constitucional para crear un nuevo modelo policial fundado en el mando único por entidad, esto es, que las policías municipales o de proximidad tengan como autoridad civil superior al gobierno local y no al ayuntamiento. El cambio es urgente porque las fuerzas militares deben concentrarse en sus propias tareas y dejar de atajar la insuficiencia de los cuerpos de seguridad bajo mando civil.
En el pasado, cuando lo propuso el presidente Calderón, el PRI no aprobó el mando único y ahora es el PAN el que lo rechaza. En el PRD algunos alcaldes tampoco lo aceptan, pero una de sus figuras más destacadas, el gobernador de Morelos, Graco Ramírez, es uno de sus más decididos promotores. El PAN invoca casos de excepción y el PRD no parece advertir el costo que le representó Michoacán en el gobierno pasado y recientemente Iguala, en Guerrero. Autoridades municipales y legisladores de este partido se aferran a un esquema que además de no estar funcionando, los conduce inexorablemente al banquillo de los acusados.
Ha llegado el momento de abrir paso a la aprobación del mando único. La postura del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es razonable al contemplar un espacio legal para los casos de excepción, es decir, cuando las autoridades muestren, acrediten y certifiquen capacidad para responsabilizarse de la tarea de seguridad a través de la policía preventiva y de proximidad ciudadana.
Sin embargo, el diagnóstico de las policías municipales revela que la fragilidad institucional está asociada a la falta de inversión en materia de seguridad. La solución de fondo implica un gasto considerablemente superior y una perspectiva diferente para que los recursos realmente lleguen a su destino y contribuyan al objetivo de contar con mejores instituciones de seguridad, incluidas las policías.
Sin duda, los principales beneficios de revertir una situación tan grave tienen que ver con la llamada recuperación del tejido social y, especialmente, con el rescate de valores en todas las instancias de autoridad.
Una resolución de esta índole no solo redunda en una mejor convivencia, también propicia el crecimiento y las oportunidades de empleo, particularmente entre la población joven. Hay suficientes evidencias de éxito que pueden servir como referente para elaborar una estrategia que fortalezca la capacidad del Estado en su lucha contra la violencia y el crimen.
La realidad es que una buena policía de proximidad es crucial para mejorar la seguridad, como también lo son las instituciones eficaces de procuración y administración de justicia. El recuento de las últimas décadas nos advierte que no podemos bajar la guardia y que la política, los gobiernos y la sociedad deben movilizarse para hacer realidad un país de leyes y de justicia.
http://twitter.com/liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.Desde hace tiempo el país vive una realidad dramática por la violencia y los delitos de alto impacto. En la raíz está un enemigo de múltiples cabezas con enorme capacidad de intimidación y corrupción. El crimen evolucionó más rápido que las instituciones de seguridad. Al cierre del siglo pasado, el surgimiento de esta nueva faceta de la criminalidad coincidió con la crisis fiscal del Estado. Lo que quedó a la vista fue la vulnerabilidad de las fuerzas policiacas en los tres órdenes de gobierno. Para responder al desafío fue creado el sistema nacional de seguridad con participación de autoridades federales y gobernadores, y con perspectiva de largo plazo, a cargo de funcionarios capaces y comprometidos con la causa de la seguridad. También se formó un nuevo cuerpo policiaco federal que no tardó en dar buenos resultados en diversos frentes, especialmente en el combate al secuestro.
En 2000, el gobierno de la alternancia no reprodujo el ímpetu de la administración saliente. La desconfianza, la inexperiencia, la candidez o la confusión impidieron dar continuidad a dicho proceso de profesionalización y modernización en las instituciones de seguridad. Se llegó al extremo de promover discutibles procesos administrativos de responsabilidad contra quienes encabezaron algunas de las áreas estratégicas en el gobierno anterior. Las divisiones de inteligencia fueron reducidas bajo el candoroso supuesto de que el espionaje tenía objetivos y motivaciones políticas. El crimen prosiguió su marcha y el perjuicio institucional fue significativo y pernicioso. A pesar de que los ingresos públicos se incrementaron gracias al impulso de los muy elevados precios del petróleo, prácticamente no hubo inversiones para preparar a las instituciones del Estado ante un reto de tal magnitud.
El deterioro de las policías y el estallido de la crisis en los primeros días de su gobierno orillaron al presidente Calderón a recurrir a las fuerzas militares. El crimen estaba ganando la batalla en muchas partes del país. El presidente tuvo que encabezar un esfuerzo mayúsculo para fortalecer la capacidad del Estado frente a la delincuencia organizada. Hubo avances en el diagnóstico y surgieron las respuestas que habían sido desatendidas en el gobierno del presidente Fox. Durante el mandato del presidente Calderón, las instituciones de inteligencia mejoraron y las dependencias vinculadas a la seguridad pública fueron dotadas de tecnología y autoridad. También se modificó el marco legal para otorgar mayores facultades a las autoridades de investigación y procuración de justicia.
El balance de las acciones no puede entonces ceñirse al recrudecimiento de la violencia ni a las estadísticas de muertes o ejecuciones relacionadas con el crimen organizado. El cuadro es mucho más complejo. Lo que sí debe quedar claro es que la situación ahora sería inmanejable de no ser por aquellas decisiones difíciles, pero necesarias por la gravedad de la circunstancia. Lamentablemente no siempre existió la coordinación necesaria entre órdenes de gobierno ni hubo un compromiso compartido para que la pluralidad legislativa apoyara las iniciativas del gobierno.
Casi seis años después, el Congreso regresa a discutir una reforma constitucional para crear un nuevo modelo policial fundado en el mando único por entidad, esto es, que las policías municipales o de proximidad tengan como autoridad civil superior al gobierno local y no al ayuntamiento. El cambio es urgente porque las fuerzas militares deben concentrarse en sus propias tareas y dejar de atajar la insuficiencia de los cuerpos de seguridad bajo mando civil.
En el pasado, cuando lo propuso el presidente Calderón, el PRI no aprobó el mando único y ahora es el PAN el que lo rechaza. En el PRD algunos alcaldes tampoco lo aceptan, pero una de sus figuras más destacadas, el gobernador de Morelos, Graco Ramírez, es uno de sus más decididos promotores. El PAN invoca casos de excepción y el PRD no parece advertir el costo que le representó Michoacán en el gobierno pasado y recientemente Iguala, en Guerrero. Autoridades municipales y legisladores de este partido se aferran a un esquema que además de no estar funcionando, los conduce inexorablemente al banquillo de los acusados.
Ha llegado el momento de abrir paso a la aprobación del mando único. La postura del secretario de Gobernación, Miguel Ángel Osorio Chong, es razonable al contemplar un espacio legal para los casos de excepción, es decir, cuando las autoridades muestren, acrediten y certifiquen capacidad para responsabilizarse de la tarea de seguridad a través de la policía preventiva y de proximidad ciudadana.
Sin embargo, el diagnóstico de las policías municipales revela que la fragilidad institucional está asociada a la falta de inversión en materia de seguridad. La solución de fondo implica un gasto considerablemente superior y una perspectiva diferente para que los recursos realmente lleguen a su destino y contribuyan al objetivo de contar con mejores instituciones de seguridad, incluidas las policías.
Sin duda, los principales beneficios de revertir una situación tan grave tienen que ver con la llamada recuperación del tejido social y, especialmente, con el rescate de valores en todas las instancias de autoridad.
Una resolución de esta índole no solo redunda en una mejor convivencia, también propicia el crecimiento y las oportunidades de empleo, particularmente entre la población joven. Hay suficientes evidencias de éxito que pueden servir como referente para elaborar una estrategia que fortalezca la capacidad del Estado en su lucha contra la violencia y el crimen.
La realidad es que una buena policía de proximidad es crucial para mejorar la seguridad, como también lo son las instituciones eficaces de procuración y administración de justicia. El recuento de las últimas décadas nos advierte que no podemos bajar la guardia y que la política, los gobiernos y la sociedad deben movilizarse para hacer realidad un país de leyes y de justicia.
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