Alemania tiene 16 cuerpos policiacos para cada uno de sus Estados federados que, en los hechos, serían el equivalente de las policías estatales de México; cuenta además con una fuerza federal dividida en cuatro diferentes corporaciones. En España, el tema es mucho más complejo: hay una Policía Nacional, la Guardia Civil sigue existiendo, cada una de las comunidades autonómicas cuenta con su propio cuerpo policíaco (en Cataluña son bien visibles los Mossos D'Esquadra mientras que al País Vasco lo vigila la Ertzaintza) y, finalmente, los municipios con más de 5 mil habitantes tienen una Policía Municipal comandada por un jefe que rinde cuentas al alcalde de cada localidad. En Francia, hay dos cuerpos dentro del ámbito nacional, la Police Nationale, que depende del Ministerio del Interior, y la Gendarmerie Nationale, de carácter militar, sujetada al Ministerio de la Defensa; existen, además, unos 3 mil cuerpos de policía municipal. A diferencia de la República Francesa, las fuerzas policiacas de Gran Bretaña se rigen por un modelo totalmente descentralizado cuyo sustento son las policías locales o del condado pero existen además cinco corporaciones sin una adscripción territorial particular entre las que destaca la National Crime Squad, creada en 1998 para enfrentar la amenaza del crimen organizado. Hasta aquí, a guisa de ejemplo, cuatro modelos policiacos diferentes en países cuyos índices de criminalidad son incomparablemente más bajos que los de México.
Naturalmente, aquí no tenemos las mismas condiciones socioeconómicas, más allá de que reclamemos, cada vez que se plantea la posibilidad de copiar o reproducir un esquema extranjero, el sacrosanto derecho a una especificidad mexicana, por llamarla de algún modo, que nos obligaría a hacer siempre las cosas a nuestra manera, sin la más mínima influencia del exterior (me vienen a la mente, en este sentido, casos como la machacona oposición a implantar la segunda vuelta en las elecciones presidenciales o, de plano, a rediseñar de pies a cabeza nuestro sistema político para instaurar un régimen semiparlamentario —o, si gustan, semipresidencialista— con el propósito de facilitar la gobernabilidad).
Hemos llegado, luego entonces, a la solución de ese llamado "mando único" que centraliza en cada uno de los Gobiernos estatales el manejo de las policías de sus correspondientes entidades federativas. La disposición, que se discute ahora en el Congreso, se sustenta en la incontestable realidad de que mil 700 municipios de México no cuentan siquiera con los más mínimos recursos para sostener cuerpos policiacos, de que muchas de estas policías locales han sido infiltradas por las organizaciones criminales y de que la coordinación de las fuerzas de seguridad será mucho más eficiente si se concierta en un solo punto de control en vez de estar dispersa en pequeñas jefaturas locales. Quienes se oponen a la medida pretextan que hay policías municipales competentes y bien preparadas —en Querétaro o en Ciudad Nezahualcóyotl, por ejemplo— que no deben ser desmanteladas. No es el caso, si embargo, en el resto del territorio nacional y ahí están las corporaciones de Iguala, Cocula y Tierra Blanca para dar cuenta de ello.
El problema, como siempre, entraña la expulsión de los individuos incompetentes y corruptos, de la misa manera como cualquier posible reforma educativa no podrá ser exitosa si siguen acudiendo a la aulas maestros incapaces de escribir con las más elementales reglas ortográficas. Pero, ahí donde la eliminación de los ineptos y los haraganes en el sector educativo representa un conflicto laboral —así de incómodo y engorroso como pueda ser—el despido de los malos policías significa una espeluznante alternativa porque no se van a reintegrar a la simple vida de todos los días sino que pasarán a engrosar las filas de la delincuencia. Y son miles y miles de individuos que estarán ahí, en las calles, constituyendo un verdadero peligro para la seguridad de la nación.
Ahora bien, el meollo del asunto no es meramente la presencia de cuerpos policiacos inservibles sino que su existencia se deriva de otros factores: primeramente, la perenne precariedad de las finanzas públicas municipales y, en segundo lugar, un federalismo —tan mal entendido como mal aplicado— que, sin los debidos mecanismos de supervisión y rendición de cuentas, ha desatado un devastador aluvión de dispendiosas corruptelas en los ámbitos locales. Y este problema, desafortunadamente, no se va a solucionar con la creación del mando único.
revueltas@mac.com
Naturalmente, aquí no tenemos las mismas condiciones socioeconómicas, más allá de que reclamemos, cada vez que se plantea la posibilidad de copiar o reproducir un esquema extranjero, el sacrosanto derecho a una especificidad mexicana, por llamarla de algún modo, que nos obligaría a hacer siempre las cosas a nuestra manera, sin la más mínima influencia del exterior (me vienen a la mente, en este sentido, casos como la machacona oposición a implantar la segunda vuelta en las elecciones presidenciales o, de plano, a rediseñar de pies a cabeza nuestro sistema político para instaurar un régimen semiparlamentario —o, si gustan, semipresidencialista— con el propósito de facilitar la gobernabilidad).
Hemos llegado, luego entonces, a la solución de ese llamado "mando único" que centraliza en cada uno de los Gobiernos estatales el manejo de las policías de sus correspondientes entidades federativas. La disposición, que se discute ahora en el Congreso, se sustenta en la incontestable realidad de que mil 700 municipios de México no cuentan siquiera con los más mínimos recursos para sostener cuerpos policiacos, de que muchas de estas policías locales han sido infiltradas por las organizaciones criminales y de que la coordinación de las fuerzas de seguridad será mucho más eficiente si se concierta en un solo punto de control en vez de estar dispersa en pequeñas jefaturas locales. Quienes se oponen a la medida pretextan que hay policías municipales competentes y bien preparadas —en Querétaro o en Ciudad Nezahualcóyotl, por ejemplo— que no deben ser desmanteladas. No es el caso, si embargo, en el resto del territorio nacional y ahí están las corporaciones de Iguala, Cocula y Tierra Blanca para dar cuenta de ello.
El problema, como siempre, entraña la expulsión de los individuos incompetentes y corruptos, de la misa manera como cualquier posible reforma educativa no podrá ser exitosa si siguen acudiendo a la aulas maestros incapaces de escribir con las más elementales reglas ortográficas. Pero, ahí donde la eliminación de los ineptos y los haraganes en el sector educativo representa un conflicto laboral —así de incómodo y engorroso como pueda ser—el despido de los malos policías significa una espeluznante alternativa porque no se van a reintegrar a la simple vida de todos los días sino que pasarán a engrosar las filas de la delincuencia. Y son miles y miles de individuos que estarán ahí, en las calles, constituyendo un verdadero peligro para la seguridad de la nación.
Ahora bien, el meollo del asunto no es meramente la presencia de cuerpos policiacos inservibles sino que su existencia se deriva de otros factores: primeramente, la perenne precariedad de las finanzas públicas municipales y, en segundo lugar, un federalismo —tan mal entendido como mal aplicado— que, sin los debidos mecanismos de supervisión y rendición de cuentas, ha desatado un devastador aluvión de dispendiosas corruptelas en los ámbitos locales. Y este problema, desafortunadamente, no se va a solucionar con la creación del mando único.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.