En mis tiempos de habitante del extinto Distrito Federal, solía frecuentar un café del barrio y terminé trabando amistad con algunos de los parroquianos. Uno de ellos era un príncipe de la Iglesia cuyos usos no desmerecían en modo alguno su elevada condición, más allá de que Jesucristo haya predicado humildades y sencilleces. El hombre no sólo desembarcaba con discreta elegancia de su Mercedes serie E, conducido por el chofer de turno, sino que iba ataviado, de pies a cabeza, como el más frívolo de los metrosexuales. Así de poco actualizado que estuvieras en las tendencias del vestir, no podías dejar de advertir sus zapatos de Prada (la firma preferida de Su Santidad Joseph Ratzinger, por cierto), sus chaquetas “de marca” —como se dice— y el cuidado que tenía, por ejemplo, de enroscarse en el pescuezo la bufanda de seda de Burberry. Era, además, muy buen conversador y los demás guardábamos un reverente silencio cuando se aparecía, se sentaba a la mesa y tomaba la palabra. Un día, habiéndonos despedido ambos del grupo, lo acompañé adonde estaba su coche y aproveché la ocasión para soltarle una pregunta que siempre había querido formularle, justamente, a alguno de los jerarcas de Doña Iglesia: “Monseñor —inquirí, con todo respeto— si la enseñanza de Nuestro Señor Jesucristo se edifica en el amor, si su doctrina es la compasión y si los favoritos de su rebaño son los desheredados de este mundo, ¿no pensaría usted que los homosexuales, en tanto que constituyen una minoría perseguida o, en todo caso, discriminada y excluida, debieran ser precisamente los individuos más cercanos a su corazón y de los que más pudieran merecer su misericordia, entre otros grupos de hostigados?”. A pesar de haber expuesto yo tan concluyente argumento, el dignatario eclesiástico no lo refutó siquiera sino que se limitó a lanzar una sentencia: “Lo que pasa es que la homosexualidad es algo antinatural”. Y, discusión concluida. Asunto terminado.
Razoné luego que para tenerlo ellos tan claro, el tema del rechazo a las minorías sexuales (y su sempiterna disposición a condenarlas), debían de partir de un axioma irrebatible, un principio de tan colosal dimensión —¡y vaya que lo “antinatural” viene siéndolo!— que no necesitara ya de explicación alguna ni debiera tampoco ser sometido a ningún juicio posterior. O sea, que ya no se trataba del amor. Ni tampoco de la clemencia (así fuere que los gais y las lesbianas necesitaran alguna forma de perdón divino, en lugar de ser bendecidos en primerísimo lugar por el Hijo de Dios). No. La infinita caridad de Jesucristo tenía unos límites, clarísimamente delineados por quienes se ocupan de promulgar su palabra: no se aplica a los seres humanos “antinaturales”.
Naturalmente, las leyes civiles ya no las determinan los hombres de la Iglesia (eso ocurre todavía en Musulmania pero aquí, por fortuna, tenemos otro modelo de sociedad). Y, por ello mismo, nuestros ciudadanos se pueden divorciar legalmente, tienen la facultad de elegir si profesan el judaísmo o el protestantismo o el islam sin ser quemados en la hoguera, compran alegremente condones en los supermercados o en las tiendas de “conveniencia”, devoran jugosos filetes de vaca los viernes de cuaresma y se entregan a toda suerte de ritos paganos, todo esto sin que el catolicismo deje de ser la religión elegida libremente por la inmensa mayoría de los mexicanos.
Y, bueno, en un país que es más moderno de lo que parece —a pesar de los pavorosos problemas que lo azotan, sobre todo en el apartado de la aplicación de la justicia y, desde luego, en lo que se refiere a la pobreza— es bien “natural”, ahí sí, que el presidente de la República haya lanzado dos iniciativas para acreditar constitucionalmente la igualdad de todos los ciudadanos y garantizarles los mismos derechos, sin importar en lo absoluto sus preferencias sexuales. El primer mandatario, afrontando el rechazo de los sectores más conservadores de la sociedad, ha tomado así una valiente decisión. No podemos menos que celebrar esta ejemplar postura, aunque haya tanta gente dispuesta a no reconocerle mérito alguno a Enrique Peña. Personas que, por venir de quien viene la iniciativa, han guardado un extraño silencio, minimizando mezquinamente la dimensión de un acto que consagra el bien más valioso que puede tener un pueblo: la libertad.
revueltas@mac.com
Razoné luego que para tenerlo ellos tan claro, el tema del rechazo a las minorías sexuales (y su sempiterna disposición a condenarlas), debían de partir de un axioma irrebatible, un principio de tan colosal dimensión —¡y vaya que lo “antinatural” viene siéndolo!— que no necesitara ya de explicación alguna ni debiera tampoco ser sometido a ningún juicio posterior. O sea, que ya no se trataba del amor. Ni tampoco de la clemencia (así fuere que los gais y las lesbianas necesitaran alguna forma de perdón divino, en lugar de ser bendecidos en primerísimo lugar por el Hijo de Dios). No. La infinita caridad de Jesucristo tenía unos límites, clarísimamente delineados por quienes se ocupan de promulgar su palabra: no se aplica a los seres humanos “antinaturales”.
Naturalmente, las leyes civiles ya no las determinan los hombres de la Iglesia (eso ocurre todavía en Musulmania pero aquí, por fortuna, tenemos otro modelo de sociedad). Y, por ello mismo, nuestros ciudadanos se pueden divorciar legalmente, tienen la facultad de elegir si profesan el judaísmo o el protestantismo o el islam sin ser quemados en la hoguera, compran alegremente condones en los supermercados o en las tiendas de “conveniencia”, devoran jugosos filetes de vaca los viernes de cuaresma y se entregan a toda suerte de ritos paganos, todo esto sin que el catolicismo deje de ser la religión elegida libremente por la inmensa mayoría de los mexicanos.
Y, bueno, en un país que es más moderno de lo que parece —a pesar de los pavorosos problemas que lo azotan, sobre todo en el apartado de la aplicación de la justicia y, desde luego, en lo que se refiere a la pobreza— es bien “natural”, ahí sí, que el presidente de la República haya lanzado dos iniciativas para acreditar constitucionalmente la igualdad de todos los ciudadanos y garantizarles los mismos derechos, sin importar en lo absoluto sus preferencias sexuales. El primer mandatario, afrontando el rechazo de los sectores más conservadores de la sociedad, ha tomado así una valiente decisión. No podemos menos que celebrar esta ejemplar postura, aunque haya tanta gente dispuesta a no reconocerle mérito alguno a Enrique Peña. Personas que, por venir de quien viene la iniciativa, han guardado un extraño silencio, minimizando mezquinamente la dimensión de un acto que consagra el bien más valioso que puede tener un pueblo: la libertad.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.