El zugzwang de Peña Nieto
El ajedrez imita a la vida, y reproduce a la política. Cualquiera que haya invertido algunas horas sentado frente a un tablero lo sabe de sobra. La lucha entre los intelectos, las sorpresas y certidumbres, la emoción de la victoria y, también, el miedo de ver cómo las emboscadas fallan, las intenciones se adivinan, las posiciones se pierden ante un adversario que, frente a un error bien aprovechado, comienza a escribir la historia de una derrota ineludible.

El jugador experimentado sabe que en la victoria pesa más el carácter que la genialidad: las partidas se ganan no tanto por los aciertos cometidos sino por los errores conjurados. Y se pierden no tanto por la genialidad del rival, sino por errores que podrían haber sido evitados. Para ganar en ajedrez es preciso entender el valor de las piezas en el tiempo, el desarrollo de las diferentes etapas del juego, la manera de conseguir que el adversario se meta en un desastre predecible. Y cuidarse, a toda costa, de no caer en una situación en la que se ceda la ventaja. En una situación en la que no se gane sino que se pierda, en una situación ante la que sería preferible pasar en vez de realizar cualquier movimiento. En lo que se conoce, en la jerga del ajedrez, como un zugzwang.

La palabra zugzwang se refiere a la circunstancia en la que un jugador está obligado a realizar un movimiento que debilitará sus posiciones, que lo pondrá en desventaja. Una jugada que, en muchos casos, antecede a la derrota por un cálculo del tiempo realizado a la ligera. El jugador bisoño llega al tablero con una estrategia que considera invencible: el que tiene más tablas sabe cómo adaptarse. El principiante intenta, al final, echar sus piezas al frente en ofensivas desesperadas: el experimentado espera el tropiezo de quien no supo contemplar otros escenarios. El jugador que cae en zugzwang perdió la noción del tiempo y no se dio cuenta de que sus jugadas estaban contadas, sus recursos comprometidos, sus prioridades enfocadas en el lugar erróneo.

El ajedrez imita a la vida —y reproduce a la política— como decíamos en un principio. Pocos ejemplos tan diáfanos de un zugzwang político como el que atraviesa el Ejecutivo federal, ante una serie de jugadas en las que adelantó sus piezas más importantes sin pensar bien a bien en cómo obtener un beneficio realista o, al menos, en protegerlas: lo que en su momento fueron propuestas —que despertaron la atención de algunos colectivos— se convirtieron en pifias que ahora se suman al lado derecho del balance de una administración que tiene más pendientes que logros. Lo que se promete debe de cumplirse —como debería de saberlo mejor que nadie el Presidente de los compromisos ante notario— y quien ahora se ha convertido en un lame duck tendrá que dar una respuesta satisfactoria a una sociedad a la que no puede cumplirle.

El margen de maniobra se ha reducido al máximo y el momento de las promesas ha terminado. Al sector progresista de la sociedad nada se le puede ofrecer en tanto no se cumpla con la promesa del matrimonio igualitario: al más conservador tampoco, en tanto no se deseche de plano. Lo mismo pasa con la mariguana, una propuesta que se asfixia en el mismo dilema. Los empresarios no serán interlocutores tras el desastre —predecible— de la #Ley3de3, y la sociedad civil está cansada de una corrupción que el propio encargado de combatirla encarna. La violencia se desata un día sí y otro también, mientras el Estado de derecho se le escurre al Ejecutivo entre las manos; la economía vive en los sobresaltos cercanos a los veinte pesos por dólar y la cancillería no ha podido hacer nada por evitar la catástrofe predecible del odio a nuestros compatriotas.

El sexenio se acabó, pero le quedan dos años. Los cartuchos se quemaron, las piezas se movieron demasiado aprisa, los errores predecibles se dejaron pasar por soberbia. Ojalá pudiéramos pasar del siguiente movimiento, que no tiene manera de ser provechoso. Zugzwang.
 
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