Los violentos son ellos y hay que ponerlos en su lugar
¿Por qué, en este país, las cosas no pueden simplemente ser lo que son? En cualquier otra parte, el desorden es el desorden y la violencia es la violencia. Y, con perdón, saquear comercios, incendiar automóviles, bloquear los accesos a una refinería donde se produce el combustible que utilizan los transportistas, secuestrar a funcionarios del Estado, asesinar a un fotógrafo que toma imágenes de disturbios, matar palos a un policía en una manifestación, quemar vivo al empleado de una estación de servicio y cerrar carreteras a la torera, todo esto es violencia, brutalidad, barbarie y salvajismo.

Pero, encima, si tamaños abusos se perpetran por un grupo corporativo con el propósito de preservar privilegios absolutamente ilegítimos —como el de dejar a los niños de la nación mexicana sin clases o traficar con las cuotas sindicales o manejar mañosamente los recursos que el Estado destina a la educación, sin ofrecer a cambio ningún beneficio a la ciudadanía— entonces esa bestialidad, la que exhiben los militantes de la CNTE y sus corporaciones afines, en momento alguno puede justificarse como una noble manifestación de la rabia popular, la ira de un pueblo que se rebela contra la tiranía de un régimen opresor, sino meramente como un chantaje, como una vil, aviesa y engañosa estrategia de desestabilización dirigida a seguir imponiendo a todos los demás los espurios intereses de una minoría.

¿Se habrán enterado, nuestros sediciosos, de que el concepto formulado por Max Weber, Das Gewaltmonopol des Staates, — o sea, el monopolio de la violencia— es un principio que define la mismísima naturaleza del Estado? No en vano se acrecienta, entre nosotros, la apreciación de que en esas comarcas sojuzgadas, precisamente, por los bárbaros, se vive la realidad de un Estado fallido. Pero, entonces, ¿qué país queremos? ¿Una nación que nunca podrá transitar a la modernidad porque se lo impedirán empecinadamente algunos grupos clientelares? ¿Un territorio donde no se pueda circular libremente? ¿Un México de algaradas, incendios, saqueos y disturbios? ¿No habrá nunca manera de proclamar, sin ser calificado de “represor” o de “despótico”, que el orden público es esencial para la convivencia civilizada?

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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.

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