Make America Great Again
Make America Great Again. Las pancartas, las cachuchas rojas. Los gritos desaforados de quienes, como si se tratara de una consigna de guerra, no han dudado en esgrimir la frase como argumento para justificar su propio resentimiento hacia quienes les parecen distintos: negros, musulmanes, mexicanos, todos van en el mismo costal para quienes se dejaron seducir por el canto de sirenas de Donald Trump.

Un canto de sirenas que no era sino la suma —medianamente articulada— de los resentimientos más acendrados de los estadounidenses que crecieron con la convicción de un derecho natural sobre las otras naciones, en contraposición con el multilateralismo prevaleciente en los tiempos recientes. Los mismos que apoyaron las teorías sobre la nacionalidad keniana de Barack Obama, o que insistieron en la perversidad de un negocio de pizzas en el que se jugaba ping-pong. Los que estuvieron dispuestos a creer en las teorías más disparatadas bajo el grito de lock her up, y que terminaron por llevar a un cretino a la presidencia del país más poderoso del mundo.

Un cretino que, al parecer, nunca supo entender la relevancia de su cargo y se quedó enredado en un juego de poder que le ha llevado a cometer, de manera presumible, delitos que pondrían en riesgo la investidura —cuya legitimidad sigue empeñado en defender a pesar del poder— que ya detenta. La lista de los delitos que ha podido cometer aumenta día con día, mientras que en sus viajes se inclina ante el monarca saudí y, tácitamente, ante el presidente ruso: la sumisión de Donald Trump ante Vladimir Putin ha quedado más que demostrada con las últimas filtraciones sobre sus reuniones con los funcionarios de la República Rusa. Quien ha declarado que no fue capaz de negarse a una petición del antiguo líder de la KGB y, posteriormente, fanfarroneó ante sus emisarios sobre la remoción del obstáculo que existía entre ellos, hoy parece que tendrá que enfrentarse a la ironía de sus propias palabras.

Donald Trump prometió hacer América grandiosa de nuevo, y hoy parece estar a punto de lograrlo. No como él pensaba, por supuesto: a su distopía se tuvo que oponer la realidad. Una realidad que, por fin, salió a la luz pública: la estrategia de contrastes —que llevó a una sociedad al límite— también terminó por revelar el gran valor de la comunidad mexicana en los EU. Un valor que, probablemente, jamás habría sido revelado de haber llegado Hillary Clinton a la presidencia de los EU. Los mexicanos, bajo los demócratas, eran clientela con la que se podía negociar con ventaja; hoy, bajo los republicanos de Trump, se han convertido en un factor de poder: la campaña de contrastes ha favorecido, en realidad, la percepción sobre la convivencia antes que la segregación. Tras los exabruptos de Trump, la sociedad norteamericana ha descubierto que quienes pensaban —por las promesas electorales— que eran sus enemigos, en realidad son sus aliados. Como nosotros, como la Unión Europea. Somos sus aliados, en una relación más que simbiótica: para los EU sería imposible vivir sin quienes brindamos estabilidad a sus fronteras, en la misma medida en que nos sería a nosotros prescindir de la cooperación con quienes son los proveedores de las armas que tienen a nuestro país sumergido en un baño de sangre.

El caso de Trump es irónico: tras las últimas acusaciones, las probabilidades de que cumpla un año entero en la presidencia se antojan remotas. Sin embargo, entre las pocas acciones que ha logrado se encontrarán el haber puesto –antes de su destitución- nuestra contribución a la sociedad norteamericana en blanco y negro, y el peso de la relación entre vecinos. La negociación del TLCAN se hubiera dado, de cualquier manera, con la llegada de Hillary: la estulticia de Trump nos permite actuar con la sagacidad necesaria para aprovechar las circunstancias. América no son sólo los gringos: hagamos de nuestro continente, de verdad, algo grandioso de nuevo.


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