No retorno
Durante 2016, diversas fuentes alertaron que había en Estados Unidos una acción concertada en redes sociales, originada en Rusia. En enero de 2017, se confirmó que esa acción había tenido un impacto en las elecciones. Hacia mediados de año, se documentó que el impacto pudo haber alcanzado a más de 120 millones de usuarios. Todo indica que la intervención consistió en provocar un ánimo caótico, más que el voto en alguna dirección específica. Con eso bastó.

Un fenómeno similar se ha documentado en el Brexit (ahí fue diferenciado: se ahuyentó a los jóvenes y se dirigió a los mayores), en Cataluña, y en Francia. Las alertas de que algo similar ocurre en México no sólo han sido menospreciadas, sino que ahora se han convertido en chunga. Algunos afirman que México no tiene por qué importarle a Rusia (olvidando cuánto le importa a Estados Unidos Ucrania, que tiene la misma función geoestratégica en el otro lado). Otros incluso creen que es muy bueno que ahora intervenga Rusia, porque Estados Unidos ya lo hace (en su imaginación, al menos). Hay otros que resuelven el asunto insistiendo en que lo que debe importarnos son los problemas de México. Al final, ya lo han tomado a burla, especialmente el candidato que, según muchos, resultaría más beneficiado del ambiente caótico que Rusia ha producido en los países mencionados; es decir, el populista.

Probablemente el impacto más grave del triunfo de Trump a nivel internacional ha sido la normalización de la sinrazón. Derrumbar a la razón del pedestal en que la colocamos los humanos hace dos o tres siglos, para quitar a dios de ese lugar, ha sido un proceso largo. Se ha intentado desde ambos lados del espectro político (ambos, precisamente, construidos para eso). Con la llegada de los medios masivos de comunicación (grandes tirajes de periódicos desde 1850, fotografía desde 1870, cine desde 1900, con sonido desde 1920, junto con la radio, TV desde 1950), el discurso dejó de centrarse en razones para hacerlo en sensaciones, sentimientos. Movilizar millones alrededor de sentimientos es sencillo, y así ocurrió con la creación de las religiones laicas: nacionalismo, comunismo, fascismo. Y todos fingían partir de la razón: la comunidad nacional, el socialismo científico, la eugenesia.

Con dificultades, la razón sobrevivió en las universidades hasta bien entrado el siglo XX, pero fue derrotada hacia los años setenta. La disputa ideológica llegó a las aulas, y ambos lados del espectro, ambos irracionales, avanzaron. De un lado, una “ciencia comprometida”, del otro, la defensa de la tradición. De un lado, grupos identitarios, del otro, fundamentalistas. Y ahora tenemos dos visiones del mundo polarizadas, incompatibles, y ambas construidas desde posiciones ideológicas que reniegan de la razón. Desde los que todo lo interpretan desde el poder y los géneros múltiples, hasta quienes reniegan de la evolución. Ahora lo que tenemos es abundancia de cultos, de minireligiones, construidas todas despreciando la razón, pero queriendo ser consideradas “conocimiento” y “verdad”.

Eso es la posverdad. Y aunque no todos hemos renegado de la razón, fuera del centro ésta ya no existe, y cada uno de los grupos busca ganar la disputa gritando, humillando, burlándose. Habrá quien vea en esto la democratización del conocimiento. Yo no lo veo así. Es la sustitución del conocimiento y la razón por las fuerzas de la gleba: agresividad y simpleza.

Aunque se trata de un proceso de largo aliento, la llegada de Trump al poder creo que sí es un punto de no retorno. El puesto más importante en el referente político e ideológico del mundo construido por la razón y la democracia, está ocupado por el paradigma de la sinrazón y el abuso. Ya no hay vuelta atrás, y hacia adelante el camino es oscuro. Y lo será por generaciones.

Profesor de la Escuela de Gobierno, Tec de Monterrey
Twitter: @macariomx
Publicado originalmente en El Financiero


Artículo Anterior Artículo Siguiente