Cualquiera que se haya asomado, aunque sea brevemente, a alguna lectura sobre la efervescencia política que existió durante el periodo porfiriano, en especial en las últimas dos décadas de dicha etapa, se dará cuenta de lo activa que tal actividad resultó ser.

La literatura que nos legaron los personajes de aquella época muestra lo polarizado que se encontraron algunas posturas, y lo irreconciliablemente que algunos individuos defendieron ciertas ideas. La prensa, por mucho que se diga que el régimen porfiriano la tuvo amordazada, jugó un papel importantísimo y gozó, con excepciones, de cierta libertad.

Gabinete de Porfirio Díaz – 1901.

Uno de los grupos que mayor influencia tuvo entonces se trató, precisamente, el que el “pueblo” designó con el mote de “Los científicos”. ¿De dónde salió este círculo? ¿Cuál es su origen? Preguntarán. Pues bien, hacia 1892 el suegro del presidente Díaz, don Manuel Romero Rubio, creó la Unión Liberal con el objeto apoyar los trabajos de reelección de Díaz (la tercera consecutiva). El núcleo de la Unión se compuso por una serie de personajes de alta significación intelectual, profesional y, con el paso de los años, económica. Entre los miembros “jóvenes” de esta agrupación y que más tarde serían sus principales representantes, se encuentran Rosendo Pineda (quien entonces fungía como secretario particular de Romero Rubio),[1] Justo Sierra, Joaquín Casasús, Roberto Núñez, Emilio Pimentel, José M. Gamboa, Fernando Duret y quien llegaría a ser no sólo la cabeza visible de ese grupo, sino también uno de los políticos más destacados y conocidos del México porfiriano: José Yves Limantour.[2]

Jose Yves Limantour, ministro de Hacienda y el más prominente de los científicos.

En realidad, este círculo comenzó a ser llamado como “científico” a partir de la muerte de Romero Rubio en 1895, cuando Limantour emergió como el líder del grupo. Además, el apodo para nada fue gratuito, y hacía referencia a la educación y métodos que trataron de implementar a la forma conducir los diversos ámbitos de las políticas públicas.

La creencia prevalente al interior del grupo era que la paz y el progreso material de México dependía del desarrollo de su capacidad productiva y del desarrollo de su gobierno bajo líneas “científicas”. El proyecto económico que tenían para México estaba basado en el positivismo y en filosofías de darwinismo social. Influenciados por la ideología de Comte, Spencer, Mill y Durkheim, trataron de introducir una nueva era de progreso basada en la aplicación de los métodos y la disciplina de las ciencias naturales a la solución de los problemas sociales y políticos.[3]

 Justo Sierra, uno de los científicos más conocidos, en especial por su labor en el aspecto educativo. Fundador además de la Universidad Nacional en 1910.
















 Los miembros de la Unión aprovecharon la coyuntura electoral para tratar de obligar a que Díaz diera su apoyo a ciertas reformas que, según su juicio, eran de urgente ejecución (como la cuestión de la vicepresidencia, en el caso de que al presidente, cada vez más viejo, se le ocurriera morir sin dejar un sucesor; o la independencia de los magistrados de la Suprema Corte de Justicia). Díaz, con el tacto que le caracterizaba, dijo que sí a todas las condiciones de la Unión con tal de que se le apoyara y, cuando se reeligió nuevamente, olvidó sus promesas.

Por lo anterior, y a cambio de no insistir en influenciar en la conducción de la política, Díaz les otorgó amplias libertades de progreso económico personal. De esta forma, al ver cerrada la puerta que les permitiría participar activamente en la vida pública del país, se consagraron a la consolidación de sus ocupaciones a las que dedicaron un trabajo asiduo que derivó en lucrativos negocios, una característica que habían heredado de su padrino político, Manuel Romero Rubio, quien durante su gestión como servidor público, encontró la forma de cumplir con sus obligaciones como hombre público, sin descuidar su patrimonio personal, que fue acrecentando y para lo cual aprovechó las oportunidades que le brindó su privilegiada posición en el gobierno. Por ello los científicos, que se habían agrupado a su alrededor con la Unión Liberal en 1892, hicieron uso de esas enseñanzas y, a la muerte de Romero Rubio en 1895, prosiguieron con una actitud similar, toda vez que Díaz, al cerrarles la puerta de la influencia política, decidió calmar sus “tendencias codiciosas” confiriéndoles altos puestos administrativos, con lo que logró dos objetivos importantes: en primer lugar apaciguó las ansias de reformas de este grupo y, en segundo, fortaleció su administración “con un contingente de primer orden”. Fue de esta manera como los científicos, convertidos en abogados, consultores, economistas y educadores al servicio del gobierno, llevaron a cabo importantes avances en el orden económico y administrativo del país, contribuyendo

"[…] eficazmente a revisar Códigos, formular bosquejos de leyes, extender dictámenes, hacer presupuestos, y desempeñar otra multitud de encargos de muy grande significación e importancia. El Código de Comercio, la Ley Bancaria, la de Ferrocarriles, la Monetaria, todas casi las que importaron un ordenamiento o un progreso en la marcha de la administración pública, salieron de sus gabinetes y de sus plumas. Y las enmiendas mismas a la Constitución, en su parte más trascendental, o las leyes reglamentarias de las leyes sustantivas, fueron siendo elaboradas por ellos, y por ellos también defendidas en la tribuna de la Cámara de Representantes."

Los trabajos de este grupo resultaron tan importantes para el progreso del país que sin ellos, arguye López-Portillo y Rojas, México no habría podido presentarse al mundo como una nación civilizada y progresista. “Ellos abrillantaron y embellecieron una obra, que, sin su contingente, habría sido nada más que violenta y degradante”.[4]

Los “Cien Tísicos”


A pesar de las innegables contribuciones de los científicos en varios ramos de la administración pública —y también probablemente a causa de ello—, este grupo comenzó a verse como una camarilla cuyo único objetivo era el enriquecimiento sin límite alguno y sin importar los medios utilizados. Después de todo, el sistema económico y financiero que dio estabilidad al régimen porfiriano y lo colocó como una nación que merecía ser vista con confianza por los demás miembros del concierto de naciones, fue creado por los científicos, y fueron ellos quienes sacaron provecho de dicho sistema.[5]

Diversos autores, tanto defensores como contrarios de los científicos, se han expresado con mayor o menor dureza acerca de los motivos por los cuales ese círculo de elevados intelectuales fue haciéndose “odioso” a las diversas clases que componían a la sociedad mexicana de entonces, pero todos coinciden en que fue su excesiva influencia en los ámbitos económico, financiero y hasta de justicia, los que les labraron una reputación bastante negativa.

Eran “los hombres de la situación”, pues las relaciones y el peso que tenían en el Palacio de Gobierno, los tribunales y, en general, todas las oficinas públicas, hacían que prosperara cualquier negocio que quisieran iniciar o que les fuese propuesto por los inversionistas y hombres de negocios, tanto nacionales como extranjeros. Además, muchos de ellos fungieron como apoderados y representantes de compañías extranjeras, por lo que el dinero podía correr a raudales siempre y cuando las concesiones y demás detalles del negocio fuesen arreglados sin demasiados contratiempos, cuestión que se llevó a cabo sin problemas, debido a los intereses creados dentro de las oficinas de gobierno encargadas de dar luz verde a dichos proyectos. Esto provocó que cualquiera que quisiera emprender alguna empresa o negocio no tuviera más opción que recurrir a estos “hombres de la situación”, quienes tenían en sus manos el poder, los conocimientos y los contactos necesarios para que, por el precio correcto, facilitaran una rápida resolución y así echar a andar la empresa proyectada.

Además, al ser un grupo sumamente cerrado, no eran frecuentes las adhesiones de nuevos miembros. Dicha cerrazón provocó que nadie más que los ligados a la camarilla disfrutara de los beneficios de su prosperidad en los negocios, que era resultado directo de sus gestiones en la administración pública y de sus conocimientos profesionales. Precisamente este fue uno de los principales factores que originaron un recelo creciente hacia ese ávido grupo que todo lo podía, pero que no permitía que nadie más disfrutara de su bonanza económica.[6]

"Para 1901-1902, la opinión pública ya era notoriamente contraria a los científicos, a quienes veían con “odio y repugnancia. Fue por entonces cuando tuvo singular éxito una frase oportunísima del general don Francisco Vélez, comandante militar de México. Le hablaban de ‘los científicos por aquí’ y ‘los científicos por allá’.

—Quite usted, hombre, qué me viene diciendo; a esos no los deben llamar ‘los científicos’, sino los cien tísicos.

El juego de palabras causó gran hilaridad, pues todos aquellos ambiciosos tenían el aspecto de ‘muertos andando’. Pablito Macedo era un esqueleto; Miguelito, su hermano, parecía ‘una oblea’; Pineda andaba lambrijo y entelerido, como víctima eterna del ruibarbo; Emiliano Pimentel semejaba canuto ambulante, y el propio Limantour, con aires principescos y patillas en chuletas, siempre tuvo el aspecto de un habituado a las más continuas ‘gastroenteritis’. Parece increíble que aquel conjunto de momias se haya tragado tantos millones.”[7]"


A pesar de las duras críticas que el círculo de “momias”, como los califica José R. del Castillo, recibía diariamente y de la dura campaña que contra ellos se hacía en la prensa e incluso en el gabinete presidencial, lograron sobrevivir y, de hecho, dominar en el ámbito de la administración pública. Esto se notó más claramente cuando eliminaron de la Secretaría de Guerra a Bernardo Reyes a finales de 1902, la principal figura que se oponía a los designios de los científicos, por mucho que ni Reyes ni Limantour se hubiesen declarado la guerra de manera pública.

A partir de entonces y hasta el momento en que estalló la Revolución en 1910, el círculo que había nacido en 1892 como la Unión Liberal, ejerció enorme influencia en los designios de la administración porfiriana, aunque esto no significa que hubiesen dejado de recibir críticas ni que se les opusiera de una u otra manera, en especial a partir de 1908 como resultado de la entrevista Díaz-Creelman, con la que se produjo una gran efervescencia política y se organizaron partidos para contender por la presidencia de la República. Uno de estos fue el partido reyista que, como en 1902, volvió a oponerse a los científicos, aunque sin la ayuda del personaje del cual recibía el nombre: el general Bernardo Reyes, que siempre se mantuvo fiel a don Porfirio.

[1]  CASTILLO, José R. del, Historia de la revolución…, 1985, p.27.

[2]  Aunque estos nombres fueron después los más conocidos, el núcleo principal se encontraba conformado por personas de mayor edad y trayectoria política, entre los que tenemos a los licenciados: Manuel M. de Zamacona, Alfonso Lancaster Jones, Carlos Rivas, Rafael Donde, Luis Méndez, Emilio Velasco, Protasio Tagle; los generales: Mariano Escobedo, Sostenes Rocha, Carlos Fuero, Pedro Baranda; Arzobispo Labastida, canónigo Prospero Alarcón, Monseñor Gillow; doctores: Eduardo Liceaga, Rafael Lavista; señores Guillermo Prieto, Jesús Castañeda, Manuel Saavedra, Francisco Mejía, los hermanos Diez Gutiérrez, Ramón Guzmán, Antonio de Mier y Celis, Nicolás de Teresa, Evaristo Madero, Agustín Cerdán y Joaquín Redo, como los miembros más conocidos, LIMANTOUR, José Yves, Apuntes sobre mi…, 1965, p. 15. Además de los mencionados, José R. del Castillo incluye a Pablo Macedo, Rafael Reyes Spíndola (director del diario oficioso El Imparcial), Manuel Flores y Miguel Macedo como “miembros principalísimos”, CASTILLO, José R. del, Historia de la revolución…, 1985, p.27

[3] BRYAN, Anthony T., Mexican Politics in…, 1969, p. 47.

[4] LÓPEZ-PORTILLO Y ROJAS, José, Elevación y caída de…, 1975, pp. 261-263.

[5] CALERO; Manuel, Un decenio de…, 1920, p. 19.

[6] LÓPEZ-PORTILLO Y ROJAS, José, Elevación y caída de…, 1975, pp. 267-268; CALERO; Manuel, Un decenio de…, 1920, p. 19; CASTILLO, José R. del, Historia de la revolución…, 1985, p. 30. NIEMEYER, E. V., El general Bernardo…, 1966, p. 96 Incluso Prida, que habla en términos muy positivos acerca de los científicos, admite que algunos de ellos hicieron mal uso de sus influencias para enriquecerse de manera deshonesta. Sin embargo, aclara que más que los científicos, fueron los miembros de facciones políticas contrarias los que hicieron verdaderos negocios que hoy calificaríamos de “corruptos”. PRIDA, Ramón, De la dictadura a…, 1913, p. 107-108

[7] CASTILLO, José R. del, Historia de la revolución…, 1985, p. 64.

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