Antonio Quiroz. “Sociedades que se adaptan a las doctrinas económicas “, bien podría ser el tema de una novela de ficción que causara terror a los que la leyeran si no estuviera acaparado por los libros de Historia. Los proyectos monetarios atacados por los ponentes de la derecha política convergen en algo con los que defienden: sólo les podrían calzar a pueblos de seres incorruptibles y muy morales; seres no humanos, en otras palabras.

Si la caída del muro de Berlín hubiera representado el fin para los capitalistas del mundo es probable que los intelectuales de estas fechas criticarían las inclemencias del socialismo. No obstante, el caso es otro (la Perestroika llegó tarde) y las privatizaciones de empresas paraestatales son las que dan de qué hablar actualmente.

De esta manera, la desaparición de fronteras es vendida por los líderes derechistas de talla internacional como unificación, un término de doble filo pues, así como existe el enunciado “la unión hace la fuerza”, también está claro que la integración de los pueblos indígenas mesoamericanos como Nueva España no trajo, y de lejos, bonanza para los oriundos de la región.

Lo que aconsejan los teóricos del libre mercado es “dejar hacer a los que saben qué hacer”, claro que según ellos los únicos que conocen los secretos del capital son los de la iniciativa privada; el resto de los homo sapiens sólo son imprescindibles para la extracción de materia prima y el manejo de maquinaria.

Obviamente—aun en la línea de los teóricos—un grupo es más importante que el otro (miembros de la especie hay muchos) y por tanto deben verse más beneficiados. La concentración de bienes, luego, está totalmente justificada con todo y que deje al desamparo a las mayorías.

Entonces, la unificación que proponen los de tradición conservadora es sinónimo de sometimiento, uno que sufren especialmente las clases trabajadoras (por algo el “monetarismo ortodoxo” contempla la mano de obra barata como una forma de atraer la inversión de particulares; basta con comparar cómo han aumentado los precios de productos de canasta básica con las subidas del salario mínimo que han tenido lugar en México durante las últimas décadas para confirmarlo), y que sirve de suelo para la construcción de un imperio silencioso (pero no por eso menos sanguinario que los que alguna vez se extendieron por los lares del “viejo continente”); una teocracia en que la vocerz de Dios es la banca internacional.


“Estados Unidos —decía el general Ulysses S. Grant— necesita impostar productos tropicales (azúcar, café, tabaco), que importa de Cuba y de Brasil, adquiriéndose al precio de $300 000 000 anuales. No tengo duda de que con la construcción de ferrocarriles podríamos adquirir de México esos productos que, en vez de tenerlos de países antidemocráticos, esclavistas y de excesivos impuestos aduanales, los tendríamos de un país republicano cuyos derechos de exportación son menores (…) y no al precio de nuestro dinero sino al de nuestros productos (maquinaria, herramienta, artefactos), que remitiremos a cambio de los frutos”.

—“Manuel González y su gobierno en México”. Salvador Quevedo y Zubieta.


La ilusión de la industrialización en países de tercer mundo por vías del capitalismo es grande, pero es una ilusión al fin. Quizá la importancia de los ferrocarriles construidos durante el Porfiriato sea el argumento preferido de los defensores del general Díaz. Sin embargo, el hecho es que, tomando en cuenta recopilaciones de las declaraciones del décimo octavo Presidente de los Estados Unidos (1869–1877), son accesorios autorizados por la potencia americana que mantuvieron a México en el subdesarrollo y la dependencia (la costumbre de vender materias primas a precios ridículos y luego comprar productos manufacturados a costos exagerado es muy vieja).

Con la aprobación del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) en el sexenio de Carlos Salinas de Gortari, los sectores agrarios de los tres países (México, Estados Unidos y Canadá) compitieron sin restricciones. El resultado fue el lógico: la producción de los campesinos hispanos (que a diferencia de sus rivales no contaban con tractores u otras máquinas) no era siquiera comparable con la de los productores del norte… Pronto México empezó a importar productos de la canasta básica.

Con la globalización, el nacionalismo se ha vuelto absurdo y el amor por lo extranjero ha cobrado importancia desmedida. Debido a lo anterior, el exaltarse porque México importe cantidades altísimas de maíz estadounidense (a precios igual de desmesurados) mientras sus tierras cultivables y población campesina yacen abandonadas es de risa, no como festejar con todo el triunfo de Baltimore Ravens en el reciente Súper Tazón.

El capitalismo se ganó a pulso el nombre de “Darwinismo económico”, pues sólo el más corrupto sobrevive: su selección hace que generación con generación la especie humana esté más cerca de la extinguir la vida en la Tierra. Al final, dicen por ahí, del griego al gringo, dicen, sólo hay un fenómeno globalizador… 

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