Liébano Sáenz. Es conocida la frase aquella de que los pueblos tienen los gobiernos que se merecen. La afirmación no es elogiosa, sino indicativa de que a falta de exigencia social y prevalencia de conformismo, invariablemente, la consecuencia será un gobierno deficiente. La alusión no es al votante ni al resultado de la elección, sino a la relación de la sociedad con la autoridad. La consigna es inexacta y en ocasiones falaz, pero describe que la política y el gobierno no se dan en el vacío, hay un entorno, un contexto, que los condiciona o los facilita.

La pregunta oportuna es si los votantes tienen los partidos que merecen. El tema es pertinente porque los partidos son mediadores insustituibles en la relación entre el poder público y la sociedad. Aunque en ocasiones lo sacamos de la ecuación, en un régimen republicano, el único sustento de autoridad es el voto, y éste se procesa a través de los partidos. Así, la democracia representativa convierte a los partidos en actores centrales del proceso ciudadano electivo y, en consecuencia, la solidez de una democracia depende del sistema de partidos, y ello implica, aunque pocas veces se pone en práctica, claridad del proyecto político o del programa de gobierno y legislativo de cada una de las fuerzas políticas.

Por eso la democracia directa (referendo, plebiscito, revocación de mandato) debe ser complementaria de las prácticas e instituciones representativas. Los partidos tienen la responsabilidad de darle expresión a la voluntad ciudadana, y esto no solamente atañe a las elecciones, sino al debate cotidiano y, privilegiadamente, al proceso legislativo. Elecciones, gobierno, partido y legisladores son las manifestaciones propias y regulares de la democracia moderna.

Hay condiciones excepcionales que desdibujan a los partidos. Un ejemplo es el referéndum realizado en Chile, en 1988, para determinar el futuro político del país. Bajo la campaña del NO, variadas y diversas fuerzas políticas se agruparon bajo el dilema expuesto a los ciudadanos de apoyar la continuidad del régimen de Augusto Pinochet o su reemplazo por uno de carácter democrático. Ganó el cambio y esto dio lugar a gobiernos incluyentes que incorporaban una muy amplia y diversa pluralidad porque la democracia en sí misma se convirtió en propuesta frente a una dictadura militar.

Las alianzas opositoras o plurales tienen condiciones específicas de legitimidad democrática. Sin embargo, emplearlas como recurso normal, sobre todo cuando la empatía ideológica está ausente, suele ser un recurso de mero oportunismo fundado en el propósito de ganar el poder como fin en sí mismo. Lo que importa en ese caso es hacerse del cargo, el proyecto no existe o es indiferente. Este pragmatismo electoral o político poco contribuye al desarrollo democrático de una nación, entidad o comunidad.

Algo semejante acontece con las candidaturas independientes. En este caso, el programa es el candidato y esto puede ser una amenaza para el sistema institucional. Las candidaturas independientes surgen porque los partidos son poco representativos y muy rígidos en su interior para dar cauce a las demandas de cambio. Es en ese entorno donde brotan personajes como Ross Perot, en la elección presidencial de 1992 en EU, quien puso en jaque a uno de los sistemas de partidos más consolidados del mundo. Ahora vemos como el Partido Republicano se ve obligado a modificar su postura respecto del problema migratorio, precisamente para no perder ascendiente sobre los electores hispanos; de ahí que la Cámara génesis de la reforma migratoria sea el Senado.

Los hechos muestran que los partidos no deben, ni pueden perder ascendiente y representatividad con la sociedad. Es obvio que no basta con lo que dicen o pregonan dirigentes, autoridades electas o legisladores, también tiene que ver, y mucho, lo que hacen y resuelven. En México hay una crisis de hace tiempo de las instituciones representativas; ha llegado el momento de atender una de las mayores prioridades de la democracia mexicana.

El tema debe mirarse con amplia perspectiva. Lo fundamental es que los partidos y el Congreso se acrediten por sus acciones, aunque éstas impliquen decisiones polémicas o difíciles. El peor escenario lo hemos observado en la historia reciente: el de un Poder Legislativo que no actúa o que lo hace en temas irrelevantes o poco trascendentes para el país. Por ello, una de las grandes oportunidades para cambiar la percepción ciudadana sobre los partidos y el Congreso es el Pacto por México, una instancia que integra a ambos junto con el Gobierno.

El Pacto por México es una experiencia única en la historia política de nuestro país. Lo hace singular el hecho de que la legitimidad política no se construye por acciones de autoridad del Ejecutivo respecto de las demás instancias de la política, sino que integra en un mismo plano a la pluralidad y al Congreso, convirtiéndolos en protagonistas centrales de los acuerdos y de su consecuente expresión en reformas.

Mañana domingo habrá elecciones en casi la mitad de los estados. Es natural que en la disputa por el voto se extremen posturas para atenuar miedos o como estrategia de propagandacon costos para el adversario muchas veces a expensas de la verdad o de la misma realidad. En la guerra electoral, la propaganda juega su parte pero, finalmente, también hay que aprender a dar término al ciclo de la disputa. Dejar atrás las diferencias propias de la lucha por los cargos, darles el cauce institucional, y abocarse a lo que verdaderamente importa.

Los partidos deben preguntarse con honestidad qué es lo que los ciudadanos merecen y, si es el caso, como en efecto lo es, tener claro que la tarea hacia adelante son las reformas que el país requiere para resolver los problemas fundamentales. Esto hace virtuosa la competencia política y acredita a la democracia por sus resultados.

Los partidos están a prueba. Deberán demostrar que su visión no es simplemente electoral, sino de largo alcance. Después del domingo por la tarde, la preocupación importante es el periodo extraordinario de sesiones y la dinámica que debe adquirir el Pacto por México para dar impulso a las reformas. Los partidos deberán aprender a superar las diferencias internas, y sumar su representatividad y capacidad política al bien del país. La política es instrumento de encuentro, no de extravío.

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