Ahí viene ya el sucesor de 'El Chapo'
El Chapo ha sido capturado por tercera vez y se encuentra de nuevo tras las rejas. Muy bien, pero, ¿qué sigue ahora? Pues, comenzará un largo y embrollado proceso legal para extraditarlo a los Estados Unidos (estamos hablando, ahí, de la más temida circunstancia para cualquier criminal mexicano porque, en nuestro vecino país, las condiciones en una prisión de máxima seguridad son punto menos que infernales: los presos viven en condiciones de total aislamiento, en un espacio reducido, sin contacto directo con otras personas —ni hablar de visita conyugal— y con apenas dos horas semanales, o algo así, de salida a un patio exterior para, bajo estricta vigilancia, respirar un poco de aire fresco) y, al final, el hombre terminará sus días miserablemente, sin gloria alguna, encerrado como un animal (la organización Amnistía Internacional ha denunciado, una y otra vez, la crueldad del sistema penitenciario estadounidense).

Que un sujeto como el líder del Cártel de Sinaloa merezca parecida suerte es una cuestión aparte pero, por lo pronto, ha cambiado la ecuación para todos esos narcotraficantes que, tan poco amilanados ante la posibilidad de ser recluidos en una cárcel mexicana (por lo visto, es imposible acabar con la corrupción en nuestras prisiones y cualquier delincuente sabe que, con la cartera bien provista, terminará por agenciarse un teléfono celular, una botella de Black Label, una pantalla plana o los servicios de frondosas mujeres), afrontan ahora una perspectiva totalmente aterradora.

Sin embargo, la anterior pregunta sigue vigente, más allá de cuál pueda ser el destino particular de El Chapo: y, ahora, ¿qué? ¿Se disuelve el Cártel de Sinaloa? ¿Se imponen Los Zetas en sus territorios o se establece el imperio del Cártel de los Beltrán Leyva? ¿Desaparece, de un plumazo, el narcotráfico en todo el noroeste del país? ¿Se comienza a descomponer la organización de Joaquín Guzmán Loera y las luchas internas provocan un aterrador torbellino de violencia?

Cualquier posible respuesta a las anteriores interrogantes nos lleva a una muy desalentadora constatación: todo esto no se acaba aquí, ni mucho menos. La actividad de los distintos cárteles seguirá, continuarán igualmente las ejecuciones —con el espeluznante reguero de cuerpos decapitados, amputados y desfigurados por espantosas torturas— y, sobre todo, las drogas se venderán como siempre (si acaso un poco más caras) para solaz y deleite de unos consumidores que en ningún momento se han privado de utilizar sustancias prohibidas con fines descaradamente recreativos.

No enfrentamos, pues, a la realidad de que la costosísima batalla emprendida para acabar con las organizaciones criminales no ha servido prácticamente de nada. Felipe Calderón, al declarar las hostilidades e implementar las estrategias del combate, nos avisó de que llevaría mucho tiempo resolver el problema. Pero,los años pasan, los muertos se multiplican, la guerra es crecientemente costosa y, miren ustedes, las sustancias prohibidas se siguen comerciando todos los días (simplemente, la producción mundial de opio ha alcanzado niveles sin precedentes). Y así, cada vez se escuchan más las voces de quienes propugnan la legalización pura y simple de las drogas —comenzando por la mariguana— para acabar con esta plaga de violencia y muerte (y también mucha gente desea un retorno a esos tiempos de antes en los que se mantenía un apacible equilibrio porque los Gobiernos, en principio, miraban hacia otro lado y dejaban que los cárteles operaran a sus anchas).

Casi todos los capos de las mafias han sido encarcelados o están muertos. Pero, lo repito, el tráfico continúa y en cualquier reunión de fin de semana en un loft de Brooklyn o una residencia de The Hamptons circula alegremente la cocaína. Y aunque Estados Unidos es el primer consumidor de drogas del mundo, sus autoridades no logran amenorar su uso en la población a pesar de que cientos de miles de ciudadanos han sido encarcelados y purgan severas condenas por delitos relacionados con las sustancias prohibidas. Entre los detenidos puede figurar un gran traficante lo mismo que un jovenzuelo desempleado dedicado al narcomenudeo o meramente un usuario al que ocasionalmente se le pueda haber ocurrido vender mariguana o crack. El costo social es altísimo un un país que, de por sí, tiene los más altos porcentajes de población carcelaria entre las naciones democráticas del mundo desarrollado. Y, aquí mismo, el efecto disuasorio de las condenas —o de la propia muerte— parece ser mínimo: centenares de jóvenes se siguen incorporando a las filas de las organizaciones criminales.

El sucesor de El Chapo ya está ahí y, muy pronto, nos habremos de enterar de su filiación. Seguimos, sin embargo, embarcados en esta improductiva batalla. ¿Cuántos Chapos más habremos de combatir? ¿Hasta cuándo? El dilema es colosal...


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Esta columna es publicada con la autorización exrpesa de su autor. 
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