La contienda por la sucesión presidencial se ha convertido en una carrera contra reloj. Más allá de los apremiantes tiempos electorales, más allá de las despiadadas luchas endógenas, más allá de la acuciante necesidad de un cambio en la narrativa política: la meta en esta carrera se trata de comprender que los términos de la contienda han cambiado. Y sólo quien logre adaptarse a los nuevos términos será quien esté festejando en diciembre de 2018.
Los acontecimientos de los últimos meses —y en específico de las últimas semanas— han terminado por definir la lucha en contra de la corrupción como la principal bandera a enarbolar ante una sociedad civil que transita —cada vez más— de la indiferencia a la indignación. Una indignación que crece ante un gobierno que no es capaz de proporcionar la menor seguridad a la ciudadanía —las imágenes de la barbarie ocurrida en Jalisco concitan al miedo en el mundo entero— ni tampoco de cumplir con sus funciones más elementales en el escenario más propicio: es increíble que dos de los gobernadores más corruptos de la historia reciente —reciente— de nuestro país estén prófugos de la justicia cuando era más que evidente que sus tropelías terminarían por llamarles a proceso en cuanto terminaran con su irresponsabilidad. O, acaso, ¿nadie podía asumir que la voracidad vendría acompañada de la precaución? ¿En verdad nadie supuso que tanto Padrés como Duarte —y muchos otros— habrían elucubrado sus planes de escape a la inmunidad absoluta? ¿Nadie imaginó que, en cuanto abandonasen el cargo que les permitió abusar del ejercicio del poder, harían todo lo posible por sustraerse a la justicia?
Así ocurrió, sin embargo, ante los ojos de las autoridades, que no supieron anticipar el riesgo tras las respectivas fugas: el menor beneficiado ante estos escándalos de corrupción e impunidad es el Presidente de la República, y quien haya tomado la decisión de permitirlos —a cualquier nivel— no está obrando sino en contra de sus intereses en un momento más que comprometido. Y ante los ojos de las dirigencias partidistas, que no se dieron cuenta de que cualquier candidatura tendrá que pasar por el tamiz de la discrecionalidad ejercida en el momento de juzgar a los propios. En este sentido, la captura y sujeción a proceso válido de los exgobernadores en fuga debería de convertirse en la mayor prioridad no sólo de los dirigentes partidistas sino de la base entera: las probabilidades electorales de los posibles candidatos se diluyen ante el argumento que cualquier rival —con certidumbre— podría esgrimir en el sentido de que dejaron ir a quienes ya tenían entre las manos. Tanto el PRI como el PAN quedan descalificados, de entrada, de cualquier argumento en contra de la corrupción en tanto sus propios exgobernadores —de culpabilidad escandalosa— no respondan por sus cuentas pendientes. Es ahí donde la madeja se intrinca: el escenario de un desaparecido de ese nivel —un moderno Muñoz Rocha— terminaría por derrumbar la aspiración de cualquier candidato-candidata. Hay que encontrarlos, y juzgarlos: quien lo haga primero tendrá una posición incomparable en el tablero.
La izquierda y los independientes no enfrentan un escenario favorable, tampoco. La elección norteamericana ha puesto un techo al esperpento: la comparación con Trump es difícil de asumir, y tanto broncos como andresmanueles lo saben. La reciente aparición de una candidata zapatista —que habrá de ser tomada muy en serio— impone un nuevo baremo a quienes dicen preocuparse por las necesidades del pueblo, ya sea pintando de rosa la CDMX o persiguiendo palomas en Guanajuato.
La carrera es contrarreloj, y los participantes lo saben. Ya sea para apremiar a las autoridades, para diseñar nuevas estrategias que mitiguen el riesgo de los ausentes, o para encontrar líneas de discurso que entusiasmen a las bases. El 2018 es ahora, y así hay que entenderlo. Así hay que trabajarlo.
Los acontecimientos de los últimos meses —y en específico de las últimas semanas— han terminado por definir la lucha en contra de la corrupción como la principal bandera a enarbolar ante una sociedad civil que transita —cada vez más— de la indiferencia a la indignación. Una indignación que crece ante un gobierno que no es capaz de proporcionar la menor seguridad a la ciudadanía —las imágenes de la barbarie ocurrida en Jalisco concitan al miedo en el mundo entero— ni tampoco de cumplir con sus funciones más elementales en el escenario más propicio: es increíble que dos de los gobernadores más corruptos de la historia reciente —reciente— de nuestro país estén prófugos de la justicia cuando era más que evidente que sus tropelías terminarían por llamarles a proceso en cuanto terminaran con su irresponsabilidad. O, acaso, ¿nadie podía asumir que la voracidad vendría acompañada de la precaución? ¿En verdad nadie supuso que tanto Padrés como Duarte —y muchos otros— habrían elucubrado sus planes de escape a la inmunidad absoluta? ¿Nadie imaginó que, en cuanto abandonasen el cargo que les permitió abusar del ejercicio del poder, harían todo lo posible por sustraerse a la justicia?
Así ocurrió, sin embargo, ante los ojos de las autoridades, que no supieron anticipar el riesgo tras las respectivas fugas: el menor beneficiado ante estos escándalos de corrupción e impunidad es el Presidente de la República, y quien haya tomado la decisión de permitirlos —a cualquier nivel— no está obrando sino en contra de sus intereses en un momento más que comprometido. Y ante los ojos de las dirigencias partidistas, que no se dieron cuenta de que cualquier candidatura tendrá que pasar por el tamiz de la discrecionalidad ejercida en el momento de juzgar a los propios. En este sentido, la captura y sujeción a proceso válido de los exgobernadores en fuga debería de convertirse en la mayor prioridad no sólo de los dirigentes partidistas sino de la base entera: las probabilidades electorales de los posibles candidatos se diluyen ante el argumento que cualquier rival —con certidumbre— podría esgrimir en el sentido de que dejaron ir a quienes ya tenían entre las manos. Tanto el PRI como el PAN quedan descalificados, de entrada, de cualquier argumento en contra de la corrupción en tanto sus propios exgobernadores —de culpabilidad escandalosa— no respondan por sus cuentas pendientes. Es ahí donde la madeja se intrinca: el escenario de un desaparecido de ese nivel —un moderno Muñoz Rocha— terminaría por derrumbar la aspiración de cualquier candidato-candidata. Hay que encontrarlos, y juzgarlos: quien lo haga primero tendrá una posición incomparable en el tablero.
La izquierda y los independientes no enfrentan un escenario favorable, tampoco. La elección norteamericana ha puesto un techo al esperpento: la comparación con Trump es difícil de asumir, y tanto broncos como andresmanueles lo saben. La reciente aparición de una candidata zapatista —que habrá de ser tomada muy en serio— impone un nuevo baremo a quienes dicen preocuparse por las necesidades del pueblo, ya sea pintando de rosa la CDMX o persiguiendo palomas en Guanajuato.
La carrera es contrarreloj, y los participantes lo saben. Ya sea para apremiar a las autoridades, para diseñar nuevas estrategias que mitiguen el riesgo de los ausentes, o para encontrar líneas de discurso que entusiasmen a las bases. El 2018 es ahora, y así hay que entenderlo. Así hay que trabajarlo.