Voces sensatas de la política y de la inteligencia nacional han hecho referencia a la necesidad de repensar una transformación mayor al régimen actual. Dos propuestas adquieren mayor atención: la segunda vuelta y la conformación de bases para un gobierno de coalición. Ambas plantean el cambio en la sociedad y en la política para hacer frente a la disfuncionalidad del actual régimen institucional. El problema no solo es de consenso, sino de calidad de gobierno.
Un buen gobierno requiere del talento y acierto de quien lo conduce. De la misma forma un régimen de representación política eficaz depende en buena parte de las virtudes de quienes lo integran; pero las instituciones, sus reglas y dinámica potencian o disminuyen la aportación de éstos. En tal sentido es muy aleccionadora la lectura de El Federalista: los ingenieros del sistema político estadunidense tenían claridad sobre un diseño a prueba de las debilidades propias de la condición humana y que potenciara las fortalezas que le acompañan. La elección directa de los legisladores, diferente de la indirecta del Presidente, así como muchas otras decisiones relacionadas con el equilibrio de poderes, tienen como fundamento tal perspectiva.
Nuestro régimen presidencial tiene otra génesis y en mucho tiene que ver el providencialismo que lo inspira. El presidencialismo estadunidense nace como un poder acotado bajo el temor de que el mandatario pudiera invocar soberanía popular y así reproducir el poder absoluto o por encima de la representación. Por ello de origen hubo elección indirecta para el Presidente, la popular se remitía a los diputados o miembros de la casa de representantes. En México la situación fue la contraria, el peso de la historia pasada abría paso a la figura de Presidente a semejanza del monarca defenestrado.
Los liberales de la Constitución de 1857 aspiraron a un Presidente acotado por el Congreso; Emilio Rabasa lo consideró un error y desde entonces el común denominador del régimen político, desde el porfirismo a la fecha ha sido el de una Presidencia con poder amplio pero bajo renovación sexenal. En el siglo pasado se pensó que el presidencialismo era necesario para mantener la unidad interna, la aplicación del programa social y la salvaguarda de la soberanía nacional. Su expresión más acabada fue Lázaro Cárdenas. Tal arquitectura entra en crisis en los 70; la economía cada vez más global pone en jaque el voluntarismo presidencialista y el dominio político e ideológico del partido gobernante. El régimen del ogro filantrópico se viene abajo.
La transición democrática ha significado no solo la normalidad electoral y el equilibrio de poderes, también ha habido un poder regional y orgánicamente distribuido. El proceso ha sido accidentado, pero no ha habido rupturas. Las bases de apertura y un ejercicio responsable del poder hicieron posible que se diera la alternancia en términos de normalidad. No deja de ser paradójico que en el largo horizonte de la historia haya sido el único relevo de gobierno al margen de la crisis, un mérito que el PRI no valora y que la oposición no entiende, o quizás al revés.
El desafío para el cambio institucional se presenta en tres planos: primero, la incapacidad del sistema político para dar respuesta eficaz a los grandes problemas nacionales; segundo, la precaria cultura democrática y en consecuencia de legalidad del conjunto nacional y, tercero, la creciente fragmentación de la representación política, con el consecuente descrédito de los pilares de la democracia: partidos, funcionarios electos y legisladores. Afortunadamente persiste la convicción mayoritaria sobre el poder del voto. La cuestión es que, precisamente, resultado de una representación fragmentada, un Presidente electo con un voto no favorable mayor a las dos terceras partes plantea para el futuro inmediato un escenario que demanda, al menos, reflexión para sentar las bases quizás no de una solución final, pero sí preliminar.
Desde esta perspectiva la segunda vuelta es un expediente útil para ampliar la base de legitimidad del próximo Presidente. Sin embargo, la propuesta habría que despojarla de un sentido de dedicatoria positiva o negativa respecto a algún personaje o proyecto político. Se da el paso por su necesidad, por sus virtudes, no porque afecte o favorezca a un interés en particular. Es una decisión que demanda perspectiva de Estado y por ello su definición debe ser consecuente al propósito, lo que requiere de un diseño particular para determinar en qué hipótesis aplica y la manera de procesar la competencia en la segunda vuelta.
El gobierno de coalición ya está en la Constitución. El problema es que es optativo para el Presidente. Además, la parlamentarización del presidencialismo puede significar que se sumen los defectos y no las virtudes de ambos sistemas. Lo que es un hecho, como lo ha apuntado Héctor Aguilar Camín en su análisis de la política española actual, la fragmentación de la representación política por igual afecta a un régimen presidencial que a uno parlamentario. La parálisis gubernamental de España se debe al colapso del bipartidismo que se originó en el marco de la transición y al apoyo electoral con expresión parlamentaria de las fuerzas políticas emergentes.
Hay una situación de última llamada. Por la proximidad de la elección de 2018 y los tiempos límite para reformas no hay tiempo ni siquiera para una deliberación mayor sobre el régimen político y la reforma necesaria para dar respuesta a la nueva realidad política. El sistema electoral requiere de cambios, pero lo que se necesita es una reforma política, incluso mayor a las que se originaron desde la fundacional de 1977. Por lo mismo estimo que lo más razonable es hacer los ajustes institucionales básicos, que podrían ser la segunda vuelta y volver mandatorio el gobierno de coalición. Sin embargo, frente a la magnitud del reto estimo fundamental pensar que en el futuro no muy lejano hay una cita para un cambio de fondo al régimen presidencial.
http://twitter.com/liebano
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Un buen gobierno requiere del talento y acierto de quien lo conduce. De la misma forma un régimen de representación política eficaz depende en buena parte de las virtudes de quienes lo integran; pero las instituciones, sus reglas y dinámica potencian o disminuyen la aportación de éstos. En tal sentido es muy aleccionadora la lectura de El Federalista: los ingenieros del sistema político estadunidense tenían claridad sobre un diseño a prueba de las debilidades propias de la condición humana y que potenciara las fortalezas que le acompañan. La elección directa de los legisladores, diferente de la indirecta del Presidente, así como muchas otras decisiones relacionadas con el equilibrio de poderes, tienen como fundamento tal perspectiva.
Nuestro régimen presidencial tiene otra génesis y en mucho tiene que ver el providencialismo que lo inspira. El presidencialismo estadunidense nace como un poder acotado bajo el temor de que el mandatario pudiera invocar soberanía popular y así reproducir el poder absoluto o por encima de la representación. Por ello de origen hubo elección indirecta para el Presidente, la popular se remitía a los diputados o miembros de la casa de representantes. En México la situación fue la contraria, el peso de la historia pasada abría paso a la figura de Presidente a semejanza del monarca defenestrado.
Los liberales de la Constitución de 1857 aspiraron a un Presidente acotado por el Congreso; Emilio Rabasa lo consideró un error y desde entonces el común denominador del régimen político, desde el porfirismo a la fecha ha sido el de una Presidencia con poder amplio pero bajo renovación sexenal. En el siglo pasado se pensó que el presidencialismo era necesario para mantener la unidad interna, la aplicación del programa social y la salvaguarda de la soberanía nacional. Su expresión más acabada fue Lázaro Cárdenas. Tal arquitectura entra en crisis en los 70; la economía cada vez más global pone en jaque el voluntarismo presidencialista y el dominio político e ideológico del partido gobernante. El régimen del ogro filantrópico se viene abajo.
La transición democrática ha significado no solo la normalidad electoral y el equilibrio de poderes, también ha habido un poder regional y orgánicamente distribuido. El proceso ha sido accidentado, pero no ha habido rupturas. Las bases de apertura y un ejercicio responsable del poder hicieron posible que se diera la alternancia en términos de normalidad. No deja de ser paradójico que en el largo horizonte de la historia haya sido el único relevo de gobierno al margen de la crisis, un mérito que el PRI no valora y que la oposición no entiende, o quizás al revés.
El desafío para el cambio institucional se presenta en tres planos: primero, la incapacidad del sistema político para dar respuesta eficaz a los grandes problemas nacionales; segundo, la precaria cultura democrática y en consecuencia de legalidad del conjunto nacional y, tercero, la creciente fragmentación de la representación política, con el consecuente descrédito de los pilares de la democracia: partidos, funcionarios electos y legisladores. Afortunadamente persiste la convicción mayoritaria sobre el poder del voto. La cuestión es que, precisamente, resultado de una representación fragmentada, un Presidente electo con un voto no favorable mayor a las dos terceras partes plantea para el futuro inmediato un escenario que demanda, al menos, reflexión para sentar las bases quizás no de una solución final, pero sí preliminar.
Desde esta perspectiva la segunda vuelta es un expediente útil para ampliar la base de legitimidad del próximo Presidente. Sin embargo, la propuesta habría que despojarla de un sentido de dedicatoria positiva o negativa respecto a algún personaje o proyecto político. Se da el paso por su necesidad, por sus virtudes, no porque afecte o favorezca a un interés en particular. Es una decisión que demanda perspectiva de Estado y por ello su definición debe ser consecuente al propósito, lo que requiere de un diseño particular para determinar en qué hipótesis aplica y la manera de procesar la competencia en la segunda vuelta.
El gobierno de coalición ya está en la Constitución. El problema es que es optativo para el Presidente. Además, la parlamentarización del presidencialismo puede significar que se sumen los defectos y no las virtudes de ambos sistemas. Lo que es un hecho, como lo ha apuntado Héctor Aguilar Camín en su análisis de la política española actual, la fragmentación de la representación política por igual afecta a un régimen presidencial que a uno parlamentario. La parálisis gubernamental de España se debe al colapso del bipartidismo que se originó en el marco de la transición y al apoyo electoral con expresión parlamentaria de las fuerzas políticas emergentes.
Hay una situación de última llamada. Por la proximidad de la elección de 2018 y los tiempos límite para reformas no hay tiempo ni siquiera para una deliberación mayor sobre el régimen político y la reforma necesaria para dar respuesta a la nueva realidad política. El sistema electoral requiere de cambios, pero lo que se necesita es una reforma política, incluso mayor a las que se originaron desde la fundacional de 1977. Por lo mismo estimo que lo más razonable es hacer los ajustes institucionales básicos, que podrían ser la segunda vuelta y volver mandatorio el gobierno de coalición. Sin embargo, frente a la magnitud del reto estimo fundamental pensar que en el futuro no muy lejano hay una cita para un cambio de fondo al régimen presidencial.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.