En el segundo debate entre los candidatos a la presidencia de los Estados Unidos, las preguntas que debían responder Hillary Clinton y Donald Trump fueron formuladas por un grupo de votantes “indecisos”.
Es algo que no se entiende: a esas alturas del partido, luego de los gazapos, yerros, traspiés, despistes y disparates del aspirante del Partido Republicano —por no hablar de sus ofensas, sus inquietantes amenazas y sus majaderías— ¿no debían ya esos ciudadanos tenerlo todo meridianamente claro? Pues no, miren ustedes: el ama de casa, el joven desempleado, el representante de esta minoría o la otra, el vecino de una zona industrial devastada por la relocalización de empleos, la ejecutiva de una empresa de comunicaciones o el trabajador del taller familiar debían todavía añadir al expediente algunos elementos para hacerse una idea concluyente de las cosas: les faltaban, supongo, los comentarios procaces del macho abusador, las acusaciones de las mujeres que padecieron sus desconsiderados asaltos y, sobre todo, las inicuas acusaciones lanzadas por un competidor que, antes de siquiera conocer los resultados de las votaciones, ya pone en duda la validez misma del sistema electoral estadounidense.
O sea, que, pasado el mentado segundo debate y rebajando posteriormente The Donald sus argumentaciones al nivel de una camorra barriobajera, esos tales “indecisos” hubieran debido, pues sí, decidirse y resolverse, ¿verdad? Pues… no, tampoco. Siguen ahí, sin sentirse lo suficientemente escandalizados y amenazados por un sujeto tan impresentable como tosco, tan fanfarrón como ignorante y tan impulsivo como peligroso.
Cualquier observador externo pensaría que la distancia entre la aceptación de uno y otro debiera ser sideral: digamos, una intención de voto de 63 por cien para Hillary y de apenas 18 puntos porcentuales para un tipo de la calaña de Trump. No es así, sin embargo. Millones de estadounidenses se tragan incondicionalmente la ramplonería del personaje y, en algunos estados de la Unión Americana, las cifras están prácticamente emparejadas.
La victoria de Hillary, luego entonces, no va a ser lo devastadoramente apabullante que tantos de nosotros esperaríamos. Y eso, a pesar de la autoridad que exhibió en el debate de anoche. Sigo sin entender…
O sea, que, pasado el mentado segundo debate y rebajando posteriormente The Donald sus argumentaciones al nivel de una camorra barriobajera, esos tales “indecisos” hubieran debido, pues sí, decidirse y resolverse, ¿verdad? Pues… no, tampoco. Siguen ahí, sin sentirse lo suficientemente escandalizados y amenazados por un sujeto tan impresentable como tosco, tan fanfarrón como ignorante y tan impulsivo como peligroso.
Cualquier observador externo pensaría que la distancia entre la aceptación de uno y otro debiera ser sideral: digamos, una intención de voto de 63 por cien para Hillary y de apenas 18 puntos porcentuales para un tipo de la calaña de Trump. No es así, sin embargo. Millones de estadounidenses se tragan incondicionalmente la ramplonería del personaje y, en algunos estados de la Unión Americana, las cifras están prácticamente emparejadas.
La victoria de Hillary, luego entonces, no va a ser lo devastadoramente apabullante que tantos de nosotros esperaríamos. Y eso, a pesar de la autoridad que exhibió en el debate de anoche. Sigo sin entender…
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.