Se le imputa a Felipe Calderón haber agitado el avispero de la delincuencia al emprender su guerra contra las mafias del narcotráfico. Tan tranquilos que estábamos antes, oigan, gracias a los supuestos pactos celebrados entre las autoridades y las organizaciones criminales.
Al llegar Enrique Peña al poder tomó distancia y no quiso, en un primer momento, puntualizar abiertamente sus propósitos para combatir la inseguridad ni centrar sus acciones de gobierno en el tema. Sus intereses eran otros: las reformas estructurales, el crecimiento económico, la modernización de México, la inversión extranjera, etcétera, etcétera. En estos momentos, sin embargo, el problema está alcanzando dimensiones absolutamente espantosas: en poco más de 15 días han desaparecido estudiantes en Veracruz, varios sacerdotes han sido asesinados, se descubrieron los cadáveres de dos mujeres cerca de un gimnasio en Naucalpan, un grupo de militares fue atacado en Culiacán, una mujer que corría en el bosque de Tlalpan terminó en el hospital luego de haber sido golpeada por un desconocido, cinco pasajeros de un autobús (entre ellos dos normalistas de Ayotzinapa) fueron ejecutados por asaltantes en Guerrero, una fotógrafa canadiense fue ultimada por el chofer que la conducía de vuelta a Mérida (un crimen en verdad inusitado porque el estado de Yucatán tiene los índices más bajos de inseguridad de todo el país), en fin, la siniestra contabilidad de ciudadanos atracados, matados, secuestrados, torturados y robados sigue creciendo de manera tan imparable como descontrolada. Y, el desastre no parará: cada día que pase habrá de arrojar un número descomunal de víctimas. En estos mismos momentos, a alguien lo están secuestrando, a un muchacho le están descerrajando un balazo en la cabeza, a una chica la están violando o asfixiando con una cuerda de plástico, a un viajero lo están torturando a cuchilladas y a un ama de casa la llevan raptada en el maletero de un coche. ¿Ya han pensado en esto, lectores? ¿Ya han tomado conciencia de que vivimos en un país en el que se perpetran, a diario, bestiales atrocidades? ¿Han experimentado el perturbador sentimiento de que el horror es ya parte consustancial de nuestra realidad cotidiana?
Al mismo tiempo que se descubren fosas clandestinas en tantos lados (en este sentido, las investigaciones sobre la matanza de Iguala llevaron al asombroso descubrimiento de sepulcros donde decenas de otras personas habían sido enterradas; es como si al querer resolver en una localidad, digamos, un caso aislado de gripe aviar te encuentras con que cien pobladores ya murieron a causa de la pandemia) y que se siguen perpetrando horrendos homicidios, en el país se advierten (otros) signos muy inquietantes de descomposición social. Y ahí, los cárteles de la droga no tienen nada que ver ni tampoco es culpa de Calderón. Por ejemplo, el diario El País publicó el miércoles 5 de octubre un reportaje con un titular, “Cuidado, aquí no hay Estado”, que explicita en toda su magnitud la inacción de nuestras autoridades: en Turícuaro, Michoacán, hay “más de medio centenar de autobuses, camiones, tráileres y furgonetas secuestrados por los estudiantes normalistas en su pulso contra la reforma educativa […] nadie puede acercarse a los vehículos, nadie puede sacarlos. Da igual que sus empresas los reclamen o que sus conductores languidezcan durante meses junto a ellos. Si alguien intenta llevárselos, la amenaza es la hoguera”. Es una advertencia que hay que tomar totalmente en serio. Ya vimos, en efecto, que para protestar por la detención de los normalistas que incendiaban autobuses en las carreteras de esa entidad, sus compañeros retuvieron a varios policías a los que “iban a quemar vivos”. Sí, señoras y señores, ése es el país en que vivimos (y ya desde hace algún tiempo, por cierto, porque al muy refinado e instruido señor Ebrard, jefe de Seguridad Pública en la capital de la República, no le pareció tan prioritario y urgente rescatar a los policías federales que una turba salvaje achicharró en Tláhuac, el 23 de noviembre de 2004). Habitamos también un territorio donde los trenes son detenidos y saqueados por muchedumbres, en Guanajuato, tal y como pudimos constatar en las imágenes trasmitidas anteayer en el informativo televisivo de Denisse Maerker. El asunto es tan grave que comienza ya a afectar a Honda y Mazda, dos de las armadoras de automóviles que se han establecido en la región. ¿Llegará el momento en que se cancelarán las inversiones extranjeras en México por esta escandalosa falta de seguridad? Bueno, a lo mejor no es algo tan negativo: siempre podremos vivir de asaltar trenes y camiones, faltaría más. Y como dijo a las cámaras una muy comprensiva (aparte de desafiante) pobladora del Bajío: “lo que pasa es que la gente no tiene trabajo”. En un sitio de la internet figura otro reportaje sobre antiguos presidiarios que abordan microbuses de la Ciudad de México y que, con un lenguaje calculadamente intimidatorio, piden una “cooperación” a los sufridos pasajeros. La cuota mínima es de 10 pesos pero la exigencia puede repetirse varias veces en el trayecto. Hagan cuentas.
Pero, entonces, ¿qué hacemos? ¿Ponemos a cinco policías en cada esquina de cada ciudad, en cada kilómetro de las vías férreas y autopistas, en cada rincón del territorio nacional? ¿Reeducamos considerada y cuidadosamente a las hordas de saqueadores? ¿Satisfacemos todas y cada una de las infinitas exigencias de los normalistas? ¿Seguimos tolerando la pasividad de las autoridades hasta que México se vuelva totalmente ingobernable? ¿Nos armamos cada quien de una pistola semiautomática calibre .380? Se aceptan propuestas y sugerencias, estimados lectores…
revueltas@mac.com
Al mismo tiempo que se descubren fosas clandestinas en tantos lados (en este sentido, las investigaciones sobre la matanza de Iguala llevaron al asombroso descubrimiento de sepulcros donde decenas de otras personas habían sido enterradas; es como si al querer resolver en una localidad, digamos, un caso aislado de gripe aviar te encuentras con que cien pobladores ya murieron a causa de la pandemia) y que se siguen perpetrando horrendos homicidios, en el país se advierten (otros) signos muy inquietantes de descomposición social. Y ahí, los cárteles de la droga no tienen nada que ver ni tampoco es culpa de Calderón. Por ejemplo, el diario El País publicó el miércoles 5 de octubre un reportaje con un titular, “Cuidado, aquí no hay Estado”, que explicita en toda su magnitud la inacción de nuestras autoridades: en Turícuaro, Michoacán, hay “más de medio centenar de autobuses, camiones, tráileres y furgonetas secuestrados por los estudiantes normalistas en su pulso contra la reforma educativa […] nadie puede acercarse a los vehículos, nadie puede sacarlos. Da igual que sus empresas los reclamen o que sus conductores languidezcan durante meses junto a ellos. Si alguien intenta llevárselos, la amenaza es la hoguera”. Es una advertencia que hay que tomar totalmente en serio. Ya vimos, en efecto, que para protestar por la detención de los normalistas que incendiaban autobuses en las carreteras de esa entidad, sus compañeros retuvieron a varios policías a los que “iban a quemar vivos”. Sí, señoras y señores, ése es el país en que vivimos (y ya desde hace algún tiempo, por cierto, porque al muy refinado e instruido señor Ebrard, jefe de Seguridad Pública en la capital de la República, no le pareció tan prioritario y urgente rescatar a los policías federales que una turba salvaje achicharró en Tláhuac, el 23 de noviembre de 2004). Habitamos también un territorio donde los trenes son detenidos y saqueados por muchedumbres, en Guanajuato, tal y como pudimos constatar en las imágenes trasmitidas anteayer en el informativo televisivo de Denisse Maerker. El asunto es tan grave que comienza ya a afectar a Honda y Mazda, dos de las armadoras de automóviles que se han establecido en la región. ¿Llegará el momento en que se cancelarán las inversiones extranjeras en México por esta escandalosa falta de seguridad? Bueno, a lo mejor no es algo tan negativo: siempre podremos vivir de asaltar trenes y camiones, faltaría más. Y como dijo a las cámaras una muy comprensiva (aparte de desafiante) pobladora del Bajío: “lo que pasa es que la gente no tiene trabajo”. En un sitio de la internet figura otro reportaje sobre antiguos presidiarios que abordan microbuses de la Ciudad de México y que, con un lenguaje calculadamente intimidatorio, piden una “cooperación” a los sufridos pasajeros. La cuota mínima es de 10 pesos pero la exigencia puede repetirse varias veces en el trayecto. Hagan cuentas.
Pero, entonces, ¿qué hacemos? ¿Ponemos a cinco policías en cada esquina de cada ciudad, en cada kilómetro de las vías férreas y autopistas, en cada rincón del territorio nacional? ¿Reeducamos considerada y cuidadosamente a las hordas de saqueadores? ¿Satisfacemos todas y cada una de las infinitas exigencias de los normalistas? ¿Seguimos tolerando la pasividad de las autoridades hasta que México se vuelva totalmente ingobernable? ¿Nos armamos cada quien de una pistola semiautomática calibre .380? Se aceptan propuestas y sugerencias, estimados lectores…
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.