Que nos expliquen algo los impulsores del proteccionismo: entendemos que, para cobijar a los productores nacionales, no quieran comprar productos fabricados en otros países. Pero entonces ¿tampoco se deben vender en el extranjero las mercancías producidas localmente? Digo, los demás desean exactamente lo mismo: proteger sus empleos, su industria y su agricultura. En principio, no tendrían por qué comprarle nada a nadie más. En el caso de México, si cerramos nuestras fronteras y dejamos de importar maíz de Estados Unidos, ¿podemos pretender que los aguacates de Michoacán se sigan consumiendo en California?
El comercio es siempre un asunto de ida y vuelta. En las más remotas épocas de la humanidad se intercambiaban meramente unos bienes por otros, sin dinero de por medio. Pero existía ya una relación de reciprocidad. Hoy, cuando las transacciones son infinitamente más elaboradas, se escuchan todavía las voces que, en estos pagos, dicen que no debemos “entregar” nuestro petróleo a los extranjeros (como si no nos estuvieran pagando dinero a cambio) porque es un “patrimonio” de la nación. ¿Qué haríamos entonces con esa materia prima? ¿Nos la comeríamos? ¿La almacenaríamos por los siglos de los siglos? ¿Construiríamos grandiosos monumentos para mantenerla atesorada hasta que a nadie le interesara ya comprarla por existir toda suerte de energías alternativas?
Donald Trump quiere asestar un impuesto de 35 por cien a los Ford Fusion ensamblados en México. No se ha enterado de que llevan componentes fabricados en su propio país que también importamos en un primer momento (y a los cuales, siguiendo su receta, hubiéramos debido aplicar una tasa parecida) y que, finalmente, las ganancias de la casa matriz, la solariega empresa fundada por Henry Ford, se exportan a Estados Unidos, no se las embolsan aprovechados capitalistas mexicanos. Su postura, sin embargo, la comparten no solo sus inflamados seguidores en nuestro vecino país sino que es el cimiento del discurso populista en el mundo entero. De prosperar esta tendencia, en México vamos a dejar de consumir whisky escocés, vino español, sake japonés y stout irlandesa. Puro tequila mexicano, puro pulque mexicano y puro mezcal mexicano. Naturalmente, ni pensar en que se vendan nuestras bebidas en ningún otro lugar de un planeta retornado a los tiempos de la más asfixiante autarquía.
Tan simplificadora caricaturización —es decir, la deliberada fabricación de un escenario en el que las cosas han sido llevadas a los más desaforados extremos— debiera hacernos entender que el libre comercio, debidamente reglamentado, es beneficioso para todas las partes en lugar de significar una amenaza para los individuos de las sociedades contemporáneas. Naturalmente, en la globalización hay ganadores y perdedores. Pero si la modernización de los procesos productivos y la expansión de la economía hubieran debido detenerse para preservar los intereses de ciertos grupos, entonces seguiríamos transportando las mercaderías en carretas movidas por bestias de carga.
Curiosamente, muchas personas aspiran a una suerte de restauración de un universo primigenio —obligadamente idealizado porque no se detienen mucho a reflexionar sobre los provechos de contar ahora con antibióticos, con medicamentos que remedian cánceres que eran totalmente incurables hace apenas unos años y con otras prodigiosas ventajas debidas al desarrollo de la industria, la tecnología y la ciencia moderna— en el que las cosas vuelven a recobrar la añorada pureza de lo simple, lo natural y lo presuntamente verdadero. Y, para ellas, las voces de Trump y de los populistas que prometen recobrar en automático las glorias pasadas resultan naturalmente esperanzadoras. No perciben los peligros de sus propuestas simplistas ni la falsedad de sus pretendidas soluciones. Les reconforta, además, que se les señale a un gran culpable de todos los males: crooked Hillary y Obama, como emisarios de un sistema abusivo y depredador, en Estados Unidos; la “mafia del poder”, en México, que tanto se solaza Obrador en denunciar; los “extranjeros” que invaden el Reino Unido; la “globalización”; el “neoliberalismo”; en fin…
El sueño de volver a vivir en la aldea (no global, desde luego) cobra cada vez más adeptos. Valonia, una de las regiones de Bélgica, acaba de expresar su rechazo a que la Unión Europea celebre un tratado de libre comercio con Canadá. Y así, por los estatutos a que se deben sujetar todos los países miembros de la UE, los representantes parlamentarios de tres millones y medio de valones están bloqueando un acuerdo que pudiera beneficiar en cientos de millones de ciudadanos a ambos lados del Atlántico. Trump no está solo, aunque sea, eso sí, el más desatado e impresentable de los populistas.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El comercio es siempre un asunto de ida y vuelta. En las más remotas épocas de la humanidad se intercambiaban meramente unos bienes por otros, sin dinero de por medio. Pero existía ya una relación de reciprocidad. Hoy, cuando las transacciones son infinitamente más elaboradas, se escuchan todavía las voces que, en estos pagos, dicen que no debemos “entregar” nuestro petróleo a los extranjeros (como si no nos estuvieran pagando dinero a cambio) porque es un “patrimonio” de la nación. ¿Qué haríamos entonces con esa materia prima? ¿Nos la comeríamos? ¿La almacenaríamos por los siglos de los siglos? ¿Construiríamos grandiosos monumentos para mantenerla atesorada hasta que a nadie le interesara ya comprarla por existir toda suerte de energías alternativas?
Donald Trump quiere asestar un impuesto de 35 por cien a los Ford Fusion ensamblados en México. No se ha enterado de que llevan componentes fabricados en su propio país que también importamos en un primer momento (y a los cuales, siguiendo su receta, hubiéramos debido aplicar una tasa parecida) y que, finalmente, las ganancias de la casa matriz, la solariega empresa fundada por Henry Ford, se exportan a Estados Unidos, no se las embolsan aprovechados capitalistas mexicanos. Su postura, sin embargo, la comparten no solo sus inflamados seguidores en nuestro vecino país sino que es el cimiento del discurso populista en el mundo entero. De prosperar esta tendencia, en México vamos a dejar de consumir whisky escocés, vino español, sake japonés y stout irlandesa. Puro tequila mexicano, puro pulque mexicano y puro mezcal mexicano. Naturalmente, ni pensar en que se vendan nuestras bebidas en ningún otro lugar de un planeta retornado a los tiempos de la más asfixiante autarquía.
Tan simplificadora caricaturización —es decir, la deliberada fabricación de un escenario en el que las cosas han sido llevadas a los más desaforados extremos— debiera hacernos entender que el libre comercio, debidamente reglamentado, es beneficioso para todas las partes en lugar de significar una amenaza para los individuos de las sociedades contemporáneas. Naturalmente, en la globalización hay ganadores y perdedores. Pero si la modernización de los procesos productivos y la expansión de la economía hubieran debido detenerse para preservar los intereses de ciertos grupos, entonces seguiríamos transportando las mercaderías en carretas movidas por bestias de carga.
Curiosamente, muchas personas aspiran a una suerte de restauración de un universo primigenio —obligadamente idealizado porque no se detienen mucho a reflexionar sobre los provechos de contar ahora con antibióticos, con medicamentos que remedian cánceres que eran totalmente incurables hace apenas unos años y con otras prodigiosas ventajas debidas al desarrollo de la industria, la tecnología y la ciencia moderna— en el que las cosas vuelven a recobrar la añorada pureza de lo simple, lo natural y lo presuntamente verdadero. Y, para ellas, las voces de Trump y de los populistas que prometen recobrar en automático las glorias pasadas resultan naturalmente esperanzadoras. No perciben los peligros de sus propuestas simplistas ni la falsedad de sus pretendidas soluciones. Les reconforta, además, que se les señale a un gran culpable de todos los males: crooked Hillary y Obama, como emisarios de un sistema abusivo y depredador, en Estados Unidos; la “mafia del poder”, en México, que tanto se solaza Obrador en denunciar; los “extranjeros” que invaden el Reino Unido; la “globalización”; el “neoliberalismo”; en fin…
El sueño de volver a vivir en la aldea (no global, desde luego) cobra cada vez más adeptos. Valonia, una de las regiones de Bélgica, acaba de expresar su rechazo a que la Unión Europea celebre un tratado de libre comercio con Canadá. Y así, por los estatutos a que se deben sujetar todos los países miembros de la UE, los representantes parlamentarios de tres millones y medio de valones están bloqueando un acuerdo que pudiera beneficiar en cientos de millones de ciudadanos a ambos lados del Atlántico. Trump no está solo, aunque sea, eso sí, el más desatado e impresentable de los populistas.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.