La tragedia del “No” en Colombia
El resultado del referéndum en Colombia no puede ser calificado sino como una tragedia, que no debe de ser matizada por el éxito del proceso democrático que la hizo posible. Una tragedia que habrá de tener repercusiones en diferentes estratos: en el primero, en el cuestionamiento que —sin duda— generará sobre la validez del sistema democrático actual; en el segundo, en el sufrimiento innecesario de una guerra que continuará, presumiblemente, por el orgullo de un solo hombre; en el tercero, en el mal antecedente que se sienta para fórmulas innovadoras que faciliten los acuerdos de paz.

La inesperada decisión de los colombianos de dar la espalda a la paz sólo es comparable a la que llevó a los británicos a salir de la Unión Europea, o a la que puede encumbrar los deseos de un impresentable en los Estados Unidos. Procesos cuyos resultados atentan contra el sentido común y que no son sino el resultado de una democracia que -siguiendo al pie de la letra la teoría política aristotélica —terminó por deslizarse hasta la demagogia. Hoy, la democracia pierde credibilidad —a pesar del buen funcionamiento de sus procesos— porque se ha convertido en un instrumento más útil a los proyectos personales que a la implementación efectiva del bien común: el abstencionismo que ha condenado tanto a ingleses como a colombianos no es sino una prueba fehaciente de la derrota del sistema democrático actual.

Colombia le dice que no a la paz y olvida culposamente una frase de Franklin que ahora cobrará un macabro sentido, de manera cotidiana: Nunca hubo guerra buena ni paz mala. Los argumentos falaces, la necesidad creada de una justicia vindicativa antes que transicional, el protagonismo del expresidente Uribe. La contradicción entre los hechos del pasado y los argumentos actuales, la sensación ineludible de que, más allá de una lucha por el bienestar del pueblo colombiano, nos encontramos ante la brega de un hombre que busca saciar la sed de su propio ego.

Los puntos anteriores son, sin duda, interesantes desde la perspectiva nacional aunque el tercero es, quizá, el que más nos afecta. Porque, si bien es cierto que en nuestro país se cumplen las condiciones de hastío y encono suficientes como para que una propuesta demagógica sea atractiva a los votantes, y también lo es que contamos con personajes –en la escena política actual— que son capaces de todo con tal de satisfacer su propio ego, lo más lamentable es la oportunidad perdida para probar con fórmulas innovadoras que puedan traer la paz en escenarios complejos.

El modelo de justicia transicional previsto en la iniciativa que acaba de ser derrotada planteaba una opción para reintegrar a los antiguos bandos en conflicto a una sociedad que deseaba dejar atrás el pasado, conocer la verdad sobre lo ocurrido y seguir adelante. Un ejercicio que, sin duda, tendremos que plantearnos en un futuro —ojalá— cercano, y que implicará un proceso de transparencia, verdad y perdón tan doloroso como el que acaba de postergar Colombia. La crisis humanitaria que vivimos es, en sus propias circunstancias, tan grave como la que tuvo que enfrentar el país sudamericano, y la solución es tan compleja como la que fracasó tras cuatro años de negociaciones intensas y comprometidas: las lecciones están al alcance de quien quiera entenderlas.

Hay mucho que aprender de Colombia. No sólo sobre el poder de la demagogia, la posibilidad de que un pueblo vote por lo que no le conviene o sobre los límites a los que puede llegar un hombre cegado por el poder. Hay que aprender sobre la capacidad de consensos, sobre el valor de la paz, sobre ese pequeño porcentaje que salió a las calles a expresar, en las urnas, que está dispuesto a perdonar y seguir adelante.
 
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