El escenario es devastador. ¿Qué pasaría en un país cualquiera si la energía eléctrica —simplemente— no estuviera disponible en algún momento? ¿Qué pasaría si, por algún motivo, el fluido eléctrico se interrumpiera?
La perspectiva es aterradora. Más allá del escenario relativamente romántico planteado por Fuentes para ilustrar un México sin comunicaciones —en el que la letra impresa y el correo vuelven a tomar valor es el momento de tomarlo en serio. Al menos tan en serio como lo está asumiendo Barack Obama, quien ha dictado la orden ejecutiva para que Estados Unidos se prepare ante una eventualidad que podría dejar sin comunicaciones —y sin electricidad— al continente entero durante varios días.
La situación es preocupante y, hasta hace unos días, parecía más propia de las teorías de la conspiración que de los medios más ortodoxos. Los efectos de una tormenta solar podrían —literalmente— fundir una cantidad indeterminada de aparatos, desde vehículos hasta teléfonos celulares, sin olvidar las plantas de generación de energía o los servicios más básicos de nuestras comunidades en un instante. Y es que el riesgo de un acontecimiento no es remoto: más allá de que se haya producido en ocasiones anteriores, debido a los inextricables designios de la naturaleza, hoy en día existen países con la capacidad de aniquilar, en unos instantes, lo que sus enemigos han tardado décadas en construir.
Esto último, además de la —no tan— remota posibilidad de que un fenómeno solar tuviera lugar y terminara por afectar la vida interconectada que nos hemos inventado desde hace prácticamente dos décadas. La posibilidad va mucho más allá de las condiciones naturales mencionadas en un principio: en realidad la mayor parte de los planes de contingencia que se han planteado tienen más que ver con la ocurrencia de algún fenómeno —y las probabilidades de que esto ocurra, o incluso de provocarlo— que con la preparación de las sociedades para enfrentarlo. Y es el momento de hacerlo de forma seria.
Es un hecho que la política exterior estadunidense tiene injerencia en los asuntos nacionales: negarlo sería un acto de insensatez. La agenda de seguridad, la de derechos humanos, aquella que tiene que ver con el combate al crimen organizado y sus posibles repercusiones: los actores nacionales en muchas ocasiones tratan de adaptarse a un grado tal que los mismos delincuentes aprovechan las fechas para realizar los actos o deslizar los mensajes sugeridos por sus captores. Vivimos una época de confusión y crisis, en la que apenas estamos saliendo de una cara para insertarnos en la otra, en la que, apenas vemos el valor de lo realizado por otros grupos, tratamos de negarlo todo y seguir como estamos en el afán absurdo de negarnos a nosotros mismos.
Es el caso con lo sucedido con tantas historias sumidas en la confusión, en la que los delincuentes se confunden con sus propios captores. Estamos viviendo una época de confusión y crisis, estamos saliendo apenas de la era Bush para hacernos a la idea —tras un periodo de tiempo relativamente corto— del error en el que nos hemos empeñado a lo largo de los últimos años. No quedan espacios para risas o lamentaciones, y mucho menos para la especulación: lo que necesita nuestra nación es el compromiso no sólo del círculo presidencial más cercano sino de la administración entera, más allá de las risas banales o las lamentaciones estériles. Es el momento de tomar partido por quienes son nuestros aliados, por quienes han forjado el discurso de unión que ahora nos mantiene unidos.
La crisis de una tormenta solar —o de su simulación por parte de una de las superpotencias hegemónicas actualmente— llena de temor a quienes podrían estar involucrados en la misma, como lo son los gobiernos que podrían estar interesados antes de la era de internet. Las cosas han cambiado, y las fichas han cambiado de igual forma: hoy es el momento, más que nunca, de abrir los espacios para la comunidad demoledora que se apresta a derribarnos. Es lo natural, es generacional, es la consecuencia a lo que no hemos sabido preparar con antelación. Es, lamentablemente, lo que nos toca ahora.
La perspectiva es aterradora. Más allá del escenario relativamente romántico planteado por Fuentes para ilustrar un México sin comunicaciones —en el que la letra impresa y el correo vuelven a tomar valor es el momento de tomarlo en serio. Al menos tan en serio como lo está asumiendo Barack Obama, quien ha dictado la orden ejecutiva para que Estados Unidos se prepare ante una eventualidad que podría dejar sin comunicaciones —y sin electricidad— al continente entero durante varios días.
La situación es preocupante y, hasta hace unos días, parecía más propia de las teorías de la conspiración que de los medios más ortodoxos. Los efectos de una tormenta solar podrían —literalmente— fundir una cantidad indeterminada de aparatos, desde vehículos hasta teléfonos celulares, sin olvidar las plantas de generación de energía o los servicios más básicos de nuestras comunidades en un instante. Y es que el riesgo de un acontecimiento no es remoto: más allá de que se haya producido en ocasiones anteriores, debido a los inextricables designios de la naturaleza, hoy en día existen países con la capacidad de aniquilar, en unos instantes, lo que sus enemigos han tardado décadas en construir.
Esto último, además de la —no tan— remota posibilidad de que un fenómeno solar tuviera lugar y terminara por afectar la vida interconectada que nos hemos inventado desde hace prácticamente dos décadas. La posibilidad va mucho más allá de las condiciones naturales mencionadas en un principio: en realidad la mayor parte de los planes de contingencia que se han planteado tienen más que ver con la ocurrencia de algún fenómeno —y las probabilidades de que esto ocurra, o incluso de provocarlo— que con la preparación de las sociedades para enfrentarlo. Y es el momento de hacerlo de forma seria.
Es un hecho que la política exterior estadunidense tiene injerencia en los asuntos nacionales: negarlo sería un acto de insensatez. La agenda de seguridad, la de derechos humanos, aquella que tiene que ver con el combate al crimen organizado y sus posibles repercusiones: los actores nacionales en muchas ocasiones tratan de adaptarse a un grado tal que los mismos delincuentes aprovechan las fechas para realizar los actos o deslizar los mensajes sugeridos por sus captores. Vivimos una época de confusión y crisis, en la que apenas estamos saliendo de una cara para insertarnos en la otra, en la que, apenas vemos el valor de lo realizado por otros grupos, tratamos de negarlo todo y seguir como estamos en el afán absurdo de negarnos a nosotros mismos.
Es el caso con lo sucedido con tantas historias sumidas en la confusión, en la que los delincuentes se confunden con sus propios captores. Estamos viviendo una época de confusión y crisis, estamos saliendo apenas de la era Bush para hacernos a la idea —tras un periodo de tiempo relativamente corto— del error en el que nos hemos empeñado a lo largo de los últimos años. No quedan espacios para risas o lamentaciones, y mucho menos para la especulación: lo que necesita nuestra nación es el compromiso no sólo del círculo presidencial más cercano sino de la administración entera, más allá de las risas banales o las lamentaciones estériles. Es el momento de tomar partido por quienes son nuestros aliados, por quienes han forjado el discurso de unión que ahora nos mantiene unidos.
La crisis de una tormenta solar —o de su simulación por parte de una de las superpotencias hegemónicas actualmente— llena de temor a quienes podrían estar involucrados en la misma, como lo son los gobiernos que podrían estar interesados antes de la era de internet. Las cosas han cambiado, y las fichas han cambiado de igual forma: hoy es el momento, más que nunca, de abrir los espacios para la comunidad demoledora que se apresta a derribarnos. Es lo natural, es generacional, es la consecuencia a lo que no hemos sabido preparar con antelación. Es, lamentablemente, lo que nos toca ahora.