Díganme ustedes si la mayor parte de las cosas que consumen son mínimamente necesarias, por no decir indispensables. La vida moderna nos ha traído muchas facilidades, desde luego: en mis tiempos, las ventanillas del coche las movías con una trabajosa manivela y los números de teléfono los marcabas haciendo girar una rueda con agujeros. Hoy, mascullas “Ok Google” y tu Smartphone Android se pone a realizar toda suerte de tareas con simples instrucciones verbales; en cuanto a elevar las lunas de un auto mecánicamente, ya ni los modelos más baratos carecen de vidrios con motores eléctricos.
La comodidad se ha vuelto un fin en sí mismo y una especie de estímulo universal: los fabricantes de objetos nos van prometiendo esfuerzos cada vez menores, desde no tener ya que ajustar manualmente ningún accesorio hasta programar los electrodomésticos para que lleven a cabo sus funciones de manera automática. Curiosamente, esta alegre cesión de facultades a las máquinas no nos ha traído uno de los más preciosos beneficios que puedes esperar de la vida, a saber, el tiempo libre. Por el contrario, vivimos siempre apresurados y en un creciente aislamiento, justamente, por la intervención masiva de los aparatos en nuestra cotidianidad. Y es que, miren ustedes, los artilugios no son generosos ni desinteresados sino desaforadamente narcisistas: necesitan una atención constante, requieren de mimos y cuidados, exigen que aprendas su manejo con disciplinada meticulosidad y, si no acatas con la debida mansedumbre sus mandamientos, ejercen una pavorosa venganza bajo la forma de incumplimientos catastróficos.
Pero, el embelesamiento por los productos sigue de manera imparable y la fascinación que nos provocan, en nuestra circunstancia de consumidores inexorablemente manipulados por deslumbrantes publicidades, es cada vez más irresistible: compramos artículos que no nos son necesarios pero que deseamos intensamente. Y los fabricantes se afanan de manera casi desesperada en seguir manteniendo viva la llama del deseo. Es un juego a dos bandas. Hasta que, de pronto, quienes ya no pueden con la agobiante faena son ellos, aniquilados por la constante exigencia de seducirnos: ahí tenemos, para mayores señas, al Galaxy Note 7 de Samsung. Nunca había tenido en mis manos un aparato tan espectacular. Y, lo tengo que devolver, qué caray…
revueltas@mac.com
La comodidad se ha vuelto un fin en sí mismo y una especie de estímulo universal: los fabricantes de objetos nos van prometiendo esfuerzos cada vez menores, desde no tener ya que ajustar manualmente ningún accesorio hasta programar los electrodomésticos para que lleven a cabo sus funciones de manera automática. Curiosamente, esta alegre cesión de facultades a las máquinas no nos ha traído uno de los más preciosos beneficios que puedes esperar de la vida, a saber, el tiempo libre. Por el contrario, vivimos siempre apresurados y en un creciente aislamiento, justamente, por la intervención masiva de los aparatos en nuestra cotidianidad. Y es que, miren ustedes, los artilugios no son generosos ni desinteresados sino desaforadamente narcisistas: necesitan una atención constante, requieren de mimos y cuidados, exigen que aprendas su manejo con disciplinada meticulosidad y, si no acatas con la debida mansedumbre sus mandamientos, ejercen una pavorosa venganza bajo la forma de incumplimientos catastróficos.
Pero, el embelesamiento por los productos sigue de manera imparable y la fascinación que nos provocan, en nuestra circunstancia de consumidores inexorablemente manipulados por deslumbrantes publicidades, es cada vez más irresistible: compramos artículos que no nos son necesarios pero que deseamos intensamente. Y los fabricantes se afanan de manera casi desesperada en seguir manteniendo viva la llama del deseo. Es un juego a dos bandas. Hasta que, de pronto, quienes ya no pueden con la agobiante faena son ellos, aniquilados por la constante exigencia de seducirnos: ahí tenemos, para mayores señas, al Galaxy Note 7 de Samsung. Nunca había tenido en mis manos un aparato tan espectacular. Y, lo tengo que devolver, qué caray…
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.