A pesar de las trabas casi infranqueables que han maquinado arteramente los custodios de nuestro sistema electoral, resulta que los candidatos independientes se las están apañando para participar en la madre de todas las contiendas por el poder político, a saber, las elecciones presidenciales de 2018: se perfila ya una candidata de la minoría indígena de este país, propulsada por el EZLN; se apunta igualmente El Bronco de Nuevo León; podría lanzarse, tal vez, el muy agudo Jorge Castañeda; y, en fin, ya se aparecerán otros aspirantes en el escenario para levantar la mano y declarar que se sienten con los tamaños.
Muy bien, pero, con perdón y sin ganas de aguarle la fiesta a nadie, hay un número limitado de votantes en México y si consideramos que el Partido Revolucionario Institucional tiene una poderosísima maquinaria de reclutamiento, que el Partido Acción Nacional representa fielmente los valores de una clase media muy descontenta, que el Partido de la Revolución Democrática sigue movilizando a los sectores populares y que Morena, el partido a modo de Obrador, gana cada día más posiciones en el terreno del obstruccionismo, entonces la tajada del pastel que podrían llevarse los mentados independientes no sólo es muy exigua sino que la proliferación de candidatos no tendría otra consecuencia que la muy improductiva y estéril atomización del voto ciudadano: 5 por cien para menganito, 3 por cien para perengano, 2 por cien para zutano… Votos, además, que se restarían a los que debiera obtener el competidor más capaz. Ya ha ocurrido esto, en otras elecciones: Ralph Nader, compitiendo con los colores de los Verdes, es uno de los responsables indirectos de la derrota de Al Gore en Florida, en las votaciones presidenciales de los Estados Unidos en 2000. Al haberle restado votos al candidato del Partido Demócrata (los del Partido Republicano no iban a votar por él) se convirtió, sin enterarse siquiera, en uno de los factores que marcarían indeleblemente la historia de este planeta: es perfectamente factible imaginar que, bajo la presidencia de Gore, no hubiera tenido lugar la guerra de Iraq o, inclusive, que se hubieran prevenido y desactivado los atentados del 11-S.
El tema, luego entonces, no es nada sencillo. ¿Qué queremos? Doce candidatos. Pues…
revueltas@mac.com
Muy bien, pero, con perdón y sin ganas de aguarle la fiesta a nadie, hay un número limitado de votantes en México y si consideramos que el Partido Revolucionario Institucional tiene una poderosísima maquinaria de reclutamiento, que el Partido Acción Nacional representa fielmente los valores de una clase media muy descontenta, que el Partido de la Revolución Democrática sigue movilizando a los sectores populares y que Morena, el partido a modo de Obrador, gana cada día más posiciones en el terreno del obstruccionismo, entonces la tajada del pastel que podrían llevarse los mentados independientes no sólo es muy exigua sino que la proliferación de candidatos no tendría otra consecuencia que la muy improductiva y estéril atomización del voto ciudadano: 5 por cien para menganito, 3 por cien para perengano, 2 por cien para zutano… Votos, además, que se restarían a los que debiera obtener el competidor más capaz. Ya ha ocurrido esto, en otras elecciones: Ralph Nader, compitiendo con los colores de los Verdes, es uno de los responsables indirectos de la derrota de Al Gore en Florida, en las votaciones presidenciales de los Estados Unidos en 2000. Al haberle restado votos al candidato del Partido Demócrata (los del Partido Republicano no iban a votar por él) se convirtió, sin enterarse siquiera, en uno de los factores que marcarían indeleblemente la historia de este planeta: es perfectamente factible imaginar que, bajo la presidencia de Gore, no hubiera tenido lugar la guerra de Iraq o, inclusive, que se hubieran prevenido y desactivado los atentados del 11-S.
El tema, luego entonces, no es nada sencillo. ¿Qué queremos? Doce candidatos. Pues…
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.