El desastre que entrega Obama
Si el mundo contempla con espanto el derrumbe de la política norteamericana, no es difícil suponer lo que debe de estar sintiendo quien —aun en la víspera de la elección presidencial— es sin duda el gran responsable de la situación actual.

Es imposible no hacer una comparación entre el día previo a la elección actual y el de hace ocho años, cuando los carteles que mostraban a un Barack Obama reflexivo, en tintas azules y rojas, con la palabra ‘hope’ en mayúsculas, despertaban la esperanza en un futuro mejor para el mundo entero. Una esperanza perdida: el primer presidente negro de Estados Unidos hoy entrega un país en el que su propia gente sufre un nivel de discriminación como no se había visto en décadas, y que ha derivado en un enfrentamiento racial que constituye una de las principales amenazas con las que tendrá que lidiar quien lo suceda en el cargo. Obama no hizo nada para conseguir una mayor integración en su propio país, y las consecuencias ahora son palpables. Obama, simplemente, no supo gobernar para los negros.

Como tampoco hizo nada para conseguir una verdadera integración en la región. La culpa no es, tan sólo, nuestra: hoy tenemos muy clara la afrenta cometida al recibir al candidato republicano, pero hemos olvidado la recibida con operaciones como, por ejemplo, Rápido y Furioso, que fue una iniciativa de la administración Obama y que causó cientos de muertes —comprobadas— en nuestro país. ¿Quién ensució la relación bilateral? ¿Quién rompió el pacto de buen vecino? México es un aliado leal, y la visita de Trump no habría ni siquiera ocurrido si la propia administración Obama no hubiera descuidado a quien debería de ser su principal socio estratégico, simplemente por razones geográficas. Descuido, arrogancia, cinismo: a final de cuentas la relación se descompuso, y no fue sólo por culpa del gobierno mexicano. Al menos no al principio: Obama no supo gobernar para sus vecinos.

Como tampoco lo supo hacer para sus otros aliados en el exterior. La crisis en Siria, el protagonismo económico y militar de Rusia y China, la debilidad de la Unión Europea. El descrédito de la ONU, la pérdida de credibilidad de las instituciones internacionales. El saldo de la administración Obama es desastroso en términos de la situación global que recibió, y la que entregará, a cualquiera de los dos candidatos que —desde su propia megalomanía— tratarán de enmendar los errores de quien no supo estar a la altura de las expectativas que —incluso— lo llevaron a recibir un Premio Nobel de la Paz.

Obama no supo gobernar, sino mantener una imagen de gobierno. De otra manera no se explican las tropelías cometidas por su equipo más cercano, por quien ahora pretende sucederlo. Es increíble pensar que no estuviera al tanto de los correos electrónicos, de la corrupción rampante, de la voracidad por el dinero. De lo dodgy de la Fundación, de la irresponsabilidad en Benghazi, de los círculos de poder que duran 30 años: el mero hecho de que no haya sido capaz de construir —o respaldar— a un sucesor más sólido es más revelador de lo que aparenta. Obama no gobernó para los blancos, que hoy apoyan a Trump. No gobernó para su propia economía, y el TPP naufraga ante una pobre operación política. No gobernó para los servidores públicos, no gobernó para su propio partido, que se sigue sacudiendo ante los escándalos.

Obama fue tan sólo un presidente simpático, que no pudo estar a la altura de su responsabilidad histórica y que hoy, en la jornada de reflexión, contempla el anticipo de lo que será su papel en la historia: el presidente que comenzó prometiendo el sueño americano y terminó entregando la pesadilla que —sea del color que sea— inicia mañana.

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