Las horas corrían y, al avanzar la noche, el conteo no hacía sino confirmar el temor que albergaba la mayor parte del mundo civilizado: los bárbaros ya no estaban en las puertas, sino que éstas les eran abiertas de par en par. El energúmeno, el populista, el impresentable Donald Trump era electo como presidente de Estados Unidos.
Y tras eso, el horror. Si el lunes de la semana pasada nos dejó con la sensación de quien, involucrado en un accidente de tránsito, percibe tras el primer impacto que el coche comienza a dar vueltas sin saber en dónde va a terminar, el de la semana que inicia —con los planes para la deportación de más de tres millones de indocumentados— nos hace sentir el primer impacto de un choque en el que el vehículo sigue girando. Un accidente cuyas consecuencias podrían ser calamitosas: Mike Pence, el hombre que como vicepresidente tendría que actuar como un contrapeso a la irresponsabilidad de Trump, es un cristiano conservador que desconfía de la ciencia e interpreta, de manera literal, los pasajes bíblicos.
El panorama no podría ser más desolador: justo en el momento en que las visiones radicales se apoderan del panorama mundial —y el diálogo pasa de ser una concesión a una necesidad— el extremismo capitalista y religioso se unen en una nefasta connivencia que pone en riesgo al mundo entero: los encapuchados de Daesh encuentran su contrapeso en los halcones que rodean a Trump, y las huestes que festejan las ejecuciones ilegales no difieren mucho de las que aplauden el regreso del waterboarding: los conflictos que —hasta ahora— se han establecido por términos de libertad o democracia, están a punto de convertirse en cruzadas religiosas.
Trump es un peligro, pero Pence es una amenaza gravísima, que representa al sector más retrógrada de la sociedad norteamericana: el wasp rencoroso, el white trash irredento. El sector de los cretinos que piensa que el triunfo del candidato le da validez a su discurso, y que ha comenzado a llevar a la práctica lo que Trump hizo más que sugerir durante la campaña. Los ataques a los hispanos y a los negros se han sucedido en los últimos días, y las muestras de racismo se incrementan de manera espeluznante. El triunfo de Trump no es una sorpresa, sin embargo, como lo afirma Bernie Sanders en la pieza publicada hace unos días en el NYT: “No es una sorpresa que los millones de personas que votaron por Trump lo hicieran porque están asqueados del statu quo prevalente en la economía, la política y los medios”.
La reflexión de Sanders es interesante, y vale la pena leerla porque el descontento norteamericano refleja, en buena medida, el que viviremos en el proceloso camino hacia nuestra elección presidencial de 2018.
La clase obrera observa cómo los políticos tienen ingresos millonarios, mientras ignoran sus necesidades; el trabajo escasea, pero los directivos se llevan beneficios desproporcionados; las poblaciones rurales viven la desolación mientras que las corporaciones para las que trabajan se llevan el beneficio fuera de las comunidades. No existen cuidados infantiles, las universidades no son costeables, las cuentas para el retiro están vacías en los bancos. La vivienda está fuera del alcance, el costo de la salud es demasiado elevado y demasiadas familias viven la tragedia de las vidas sesgadas por las drogas, el alcohol y el suicidio.
Estados Unidos necesita un cambio, concluye Sanders. Un cambio que ha prometido y que dudosamente podrá lograr —de manera positiva— Donald Trump. Un cambio que en su momento asumieron —y votaron— pueblos tan disímbolos como el colombiano y el inglés en decisiones incomprensibles. Un cambio que, ahora que las aguas están menos revueltas, más de algún oportunista se apresta a prometer —algunos por tercera ocasión— en nuestro país.
Y tras eso, el horror. Si el lunes de la semana pasada nos dejó con la sensación de quien, involucrado en un accidente de tránsito, percibe tras el primer impacto que el coche comienza a dar vueltas sin saber en dónde va a terminar, el de la semana que inicia —con los planes para la deportación de más de tres millones de indocumentados— nos hace sentir el primer impacto de un choque en el que el vehículo sigue girando. Un accidente cuyas consecuencias podrían ser calamitosas: Mike Pence, el hombre que como vicepresidente tendría que actuar como un contrapeso a la irresponsabilidad de Trump, es un cristiano conservador que desconfía de la ciencia e interpreta, de manera literal, los pasajes bíblicos.
El panorama no podría ser más desolador: justo en el momento en que las visiones radicales se apoderan del panorama mundial —y el diálogo pasa de ser una concesión a una necesidad— el extremismo capitalista y religioso se unen en una nefasta connivencia que pone en riesgo al mundo entero: los encapuchados de Daesh encuentran su contrapeso en los halcones que rodean a Trump, y las huestes que festejan las ejecuciones ilegales no difieren mucho de las que aplauden el regreso del waterboarding: los conflictos que —hasta ahora— se han establecido por términos de libertad o democracia, están a punto de convertirse en cruzadas religiosas.
Trump es un peligro, pero Pence es una amenaza gravísima, que representa al sector más retrógrada de la sociedad norteamericana: el wasp rencoroso, el white trash irredento. El sector de los cretinos que piensa que el triunfo del candidato le da validez a su discurso, y que ha comenzado a llevar a la práctica lo que Trump hizo más que sugerir durante la campaña. Los ataques a los hispanos y a los negros se han sucedido en los últimos días, y las muestras de racismo se incrementan de manera espeluznante. El triunfo de Trump no es una sorpresa, sin embargo, como lo afirma Bernie Sanders en la pieza publicada hace unos días en el NYT: “No es una sorpresa que los millones de personas que votaron por Trump lo hicieran porque están asqueados del statu quo prevalente en la economía, la política y los medios”.
La reflexión de Sanders es interesante, y vale la pena leerla porque el descontento norteamericano refleja, en buena medida, el que viviremos en el proceloso camino hacia nuestra elección presidencial de 2018.
La clase obrera observa cómo los políticos tienen ingresos millonarios, mientras ignoran sus necesidades; el trabajo escasea, pero los directivos se llevan beneficios desproporcionados; las poblaciones rurales viven la desolación mientras que las corporaciones para las que trabajan se llevan el beneficio fuera de las comunidades. No existen cuidados infantiles, las universidades no son costeables, las cuentas para el retiro están vacías en los bancos. La vivienda está fuera del alcance, el costo de la salud es demasiado elevado y demasiadas familias viven la tragedia de las vidas sesgadas por las drogas, el alcohol y el suicidio.
Estados Unidos necesita un cambio, concluye Sanders. Un cambio que ha prometido y que dudosamente podrá lograr —de manera positiva— Donald Trump. Un cambio que en su momento asumieron —y votaron— pueblos tan disímbolos como el colombiano y el inglés en decisiones incomprensibles. Un cambio que, ahora que las aguas están menos revueltas, más de algún oportunista se apresta a prometer —algunos por tercera ocasión— en nuestro país.