La razón sigue existiendo, desde luego, pero vivimos en un mundo crecientemente impregnado por una irracionalidad inducida por las emociones. En ese universo de miedos, resentimientos, recelos y ansiedades, es muy difícil ya reconocer la categórica evidencia de los datos y admitir siquiera las más mínimas bondades. ¿Vivimos en la época con menos conflictos bélicos de toda la historia de la humanidad? Pues, quién sabe si sea cierto, para empezar, y esa constatación no mitiga en nada nuestro pesimismo de todas maneras. ¿Ha disminuido la pobreza extrema en México? Imposible de creer. ¿Conocemos un bienestar sin paralelo en épocas anteriores, sustentado en el consumo de prodigiosos artefactos y de frutos exóticos de todas las proveniencias, en el descubrimiento de gastronomías del planeta entero, en el disfrute de músicas originadas en pueblos lejanísimos, en el milagro de la comunicación instantánea y en el usufructo del tiempo libre? No, los individuos se han sometido con irresponsable inconsciencia a los mandatos del mercado y han perdido la capacidad de disfrutar realmente de las cosas. ¿La esperanza de vida es incomparablemente más elevada que nunca antes? Tampoco: estamos rodeados de sustancias cancerígenas, los laboratorios farmacéuticos fabrican venenos, los pesticidas corroen nuestros organismos y los cultivos transgénicos terminarán por provocar una hecatombe medioambiental.
El progreso, de pronto, ha dejado de ser una ilusión, una promesa, y se ha convertido en algo declaradamente peligroso, en una amenaza para el futuro de la propia Tierra. La ciencia ya no basta tampoco para llevarnos a tener una visión positiva de nuestra realidad y hacernos agradecer los avances portentosos en tantísimos campos, la medicina entre ellos. La tecnología la damos por un hecho prácticamente natural, siendo que la máquina de escribir, el teléfono fijo en el que los números se marcaban girando un disco, el televisor mastodóntico, el teletipo y la caja registradora en la que se tecleaban los precios eran artilugios que utilizábamos apenas ayer. Los inventos que nos facilitan la vida ahora mismo, ¿no debieran despertarnos no sólo una mínima gratitud —la lavadora de ropa significó, en su momento, una auténtica revolución doméstica y, por lo tanto, algo así como un salto social cualitativo— sino llenarnos de asombro, de un sentimiento de auténtica fascinación? ¿Cuándo fue que el mimado consumidor de la sociedad postindustrial se convirtió en ese sujeto permanentemente insatisfecho, en esa suerte de niño berrinchudo y caprichoso al que nada le basta? ¿Por qué hay gente que sigue afirmando que la Tierra es plana siendo que existen satélites que nos permiten saber directamente nuestra localización y que envían imágenes del clima en tiempo real? ¿Y por qué hay grupos que promueven que se enseñe el “creacionismo” en las escuelas cuando la datación de especímenes orgánicos por radiocarbono permite fechar su antigüedad hasta 60 mil años, sin contar los modelos científicos que cifran la edad del universo en casi 14 mil millones de años?
Naturalmente, el “sistema” ha fallado en muchos renglones: el capitalismo se ha traicionado a sí mismo al cederle la plaza a los monopolios y al promover una desaforada economía especulativa; la proletarización de las clases medias no deja de ser una perspectiva real ahí donde el sueño de un futuro mejor solía ser uno de los grandes alicientes para esforzarse en el trabajo diario; la democracia se ha pervertido al sobrellevar la infame corrupción de los políticos y sus cómplices en el entramado empresarial; la riqueza se ha acumulado descomunalmente en manos de una muy pequeña minoría de individuos privilegiados; y, finalmente, la acción del hombre en el medio ambiente ha causado problemas muy severos como el calentamiento global, la desaparición de muchas especies y las zonas muertas en los mares, por no hablar de la inminente escasez de agua dulce y las posibles insuficiencias de la agricultura para alimentar a millones de personas. Y, vamos, la miseria y el hambre siguen estando ahí, como la gran asignatura pendiente de la humanidad.
Pero, el mundo no será mejor cuando el fanatismo se vuelva la respuesta a los embates de la modernidad, cuando la cerrazón sea la réplica al progreso y cuando la superstición tome el lugar del conocimiento. Al contrario, el abandono de la razón será lo que nos lleve al precipicio. Desafortunadamente, estamos viendo muchos signos anunciadores de un nuevo oscurantismo.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
El progreso, de pronto, ha dejado de ser una ilusión, una promesa, y se ha convertido en algo declaradamente peligroso, en una amenaza para el futuro de la propia Tierra. La ciencia ya no basta tampoco para llevarnos a tener una visión positiva de nuestra realidad y hacernos agradecer los avances portentosos en tantísimos campos, la medicina entre ellos. La tecnología la damos por un hecho prácticamente natural, siendo que la máquina de escribir, el teléfono fijo en el que los números se marcaban girando un disco, el televisor mastodóntico, el teletipo y la caja registradora en la que se tecleaban los precios eran artilugios que utilizábamos apenas ayer. Los inventos que nos facilitan la vida ahora mismo, ¿no debieran despertarnos no sólo una mínima gratitud —la lavadora de ropa significó, en su momento, una auténtica revolución doméstica y, por lo tanto, algo así como un salto social cualitativo— sino llenarnos de asombro, de un sentimiento de auténtica fascinación? ¿Cuándo fue que el mimado consumidor de la sociedad postindustrial se convirtió en ese sujeto permanentemente insatisfecho, en esa suerte de niño berrinchudo y caprichoso al que nada le basta? ¿Por qué hay gente que sigue afirmando que la Tierra es plana siendo que existen satélites que nos permiten saber directamente nuestra localización y que envían imágenes del clima en tiempo real? ¿Y por qué hay grupos que promueven que se enseñe el “creacionismo” en las escuelas cuando la datación de especímenes orgánicos por radiocarbono permite fechar su antigüedad hasta 60 mil años, sin contar los modelos científicos que cifran la edad del universo en casi 14 mil millones de años?
Naturalmente, el “sistema” ha fallado en muchos renglones: el capitalismo se ha traicionado a sí mismo al cederle la plaza a los monopolios y al promover una desaforada economía especulativa; la proletarización de las clases medias no deja de ser una perspectiva real ahí donde el sueño de un futuro mejor solía ser uno de los grandes alicientes para esforzarse en el trabajo diario; la democracia se ha pervertido al sobrellevar la infame corrupción de los políticos y sus cómplices en el entramado empresarial; la riqueza se ha acumulado descomunalmente en manos de una muy pequeña minoría de individuos privilegiados; y, finalmente, la acción del hombre en el medio ambiente ha causado problemas muy severos como el calentamiento global, la desaparición de muchas especies y las zonas muertas en los mares, por no hablar de la inminente escasez de agua dulce y las posibles insuficiencias de la agricultura para alimentar a millones de personas. Y, vamos, la miseria y el hambre siguen estando ahí, como la gran asignatura pendiente de la humanidad.
Pero, el mundo no será mejor cuando el fanatismo se vuelva la respuesta a los embates de la modernidad, cuando la cerrazón sea la réplica al progreso y cuando la superstición tome el lugar del conocimiento. Al contrario, el abandono de la razón será lo que nos lleve al precipicio. Desafortunadamente, estamos viendo muchos signos anunciadores de un nuevo oscurantismo.
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