Garrotazos perfectamente legales
La división de poderes es una cosa evidentísima en el Reino de España. No ocurre como en Venezuela, donde el Legislativo y el Judicial se pliegan servilmente a los designios de don Maduro. Muy bien, así operan las democracias representativas en todo el mundo. Pero, ¿no viene siendo una torpeza descomunal de una jueza lanzar tremebundas acusaciones en contra de Puigdemont y sus secuaces, merecedoras de severísimas penas de prisión?

Digo, el supremo Gobierno español ya pareció exhibir los modos de un régimen opresor cuando sus fuerzas del orden estuvieron apaleando a ciudadanos pacíficos en las calles de Cataluña? ¿Había realmente necesidad de llegar a eso en primer lugar siendo que en el Reino Unido, en tiempos de ese mismísimo David Cameron que luego le abrió la puerta al despeñadero del brexit, los escoceses tuvieron la facultad de votar sobre su posible separación de Inglaterra y de los otros dos países y que, en Canadá, hace ya más de 20 años, se celebró un referéndum para que los quebequenses decidieran sobre la independencia de su gran provincia? ¿Cuál sería la suprema y asfixiante especificidad española como para que ninguno de los habitantes de ninguna de sus Comunidades Autónomas —entre ellas, Cataluña y el País Vasco (o, ya en plan desaforadamente étnico, Catalunya y Euskadi)— pueda jamás expresar en las urnas no sólo su deseo de fundar un Estado independiente sino también  manifestar explícitamente su voluntad de seguir siendo irreversiblemente español?

Los mandatos de doña Constitución deben acatarse por principio cuando prima el Estado de derecho. De acuerdo, pero, ¿la letra de la Carta Magna no es negociable a futuro y no se puede plantear siquiera una revisión acordada civilizadamente por todas las partes? ¿A partir de qué momento se volvió totalmente intratable el tema de que el pueblo catalán pudiera expresar su voluntad separatista en las urnas si, después de todo, parece ser que la mayoría de los habitantes de Cataluña quieren ser parte de España?

Nada de esto fue negociado. No hubo flexibilidad alguna y el Gobierno de Rajoy invocó machaconamente el principio de legalidad desconociendo que hay una justicia natural, más allá de las leyes, y que los ideales democráticos no se promueven atizando garrotazos a señoras tan inofensivas como indefensas. La política existe, después de todo, y sirve, entre otras cosas, para llegar a acuerdos con los adversarios, así de extremistas e intolerantes como parezcan. Pues eso.

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