¿Cómo fue que la compasión cristiana se trasmutó de pronto en ese rechazo a los semejantes, esa impiedad y esa intolerancia que exhiben los devotos ciudadanos de nuestro vecino país del norte? Los votantes de la llamada derecha religiosa, ¿no hubieran debido rechazar de raíz a un sujeto consustancialmente indecoroso —ya que tanto les preocupa el tema de las buenas costumbres— en vez de ofrecerle un apoyo entusiasta, por más que argumenten que Hillary era una peor persona? Y, en lo que toca a la comparación de Trump con la antigua candidata del Partido Demócrata, ¿es siquiera posible ponerlos a ambos en la misma balanza? ¿No los separa una distancia sideral en absolutamente todos los apartados, desde la capacidad intelectual hasta su trayectoria en el servicio público, pasando por el lenguaje que utilizan y su dimensión moral?
Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron de los primeros en legitimar, no sólo como un principio rector de las cosas sino a través de políticas concretas, que los individuos eran los primerísimos responsables de su destino y nadie más. Cada persona debía tener en sus manos la plena capacidad de abrirse paso en el mundo y la dureza de las posibles adversidades que pudiere enfrentar en la vida no debía ser mitigada por los Gobiernos. De ahí a tratar de desmantelar totalmente el aparato del Estado benefactor no había más que un paso. De hecho, antes inclusive de que comenzara la ofensiva para recortar socorros y subvenciones, en los Estados Unidos no existía un seguro universal de salud para sus ciudadanos como el que disfrutan los habitantes de cualquier nación avanzada de este planeta. Por eso fue que Barack Obama dedicó buena parte de sus esfuerzos para instaurar un sistema en el que las personas desprotegidas, millones de ellas, pudieran contar con asistencia médica. Pues bien, hoy, todas las acciones del Trump se dirigen pura y simplemente a demoler el legado de su antecesor y, con ello, a derribar cualquier vestigio de humanismo en las acciones de su Administración. Es el principio de la indiferencia llevado a sus más contradictorios extremos y validado sin vacilación alguna por sus incondicionales seguidores: invocan todo el tiempo a Jesucristo, sí, pero desconocen olímpicamente la bondad.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Margaret Thatcher y Ronald Reagan fueron de los primeros en legitimar, no sólo como un principio rector de las cosas sino a través de políticas concretas, que los individuos eran los primerísimos responsables de su destino y nadie más. Cada persona debía tener en sus manos la plena capacidad de abrirse paso en el mundo y la dureza de las posibles adversidades que pudiere enfrentar en la vida no debía ser mitigada por los Gobiernos. De ahí a tratar de desmantelar totalmente el aparato del Estado benefactor no había más que un paso. De hecho, antes inclusive de que comenzara la ofensiva para recortar socorros y subvenciones, en los Estados Unidos no existía un seguro universal de salud para sus ciudadanos como el que disfrutan los habitantes de cualquier nación avanzada de este planeta. Por eso fue que Barack Obama dedicó buena parte de sus esfuerzos para instaurar un sistema en el que las personas desprotegidas, millones de ellas, pudieran contar con asistencia médica. Pues bien, hoy, todas las acciones del Trump se dirigen pura y simplemente a demoler el legado de su antecesor y, con ello, a derribar cualquier vestigio de humanismo en las acciones de su Administración. Es el principio de la indiferencia llevado a sus más contradictorios extremos y validado sin vacilación alguna por sus incondicionales seguidores: invocan todo el tiempo a Jesucristo, sí, pero desconocen olímpicamente la bondad.
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