El dilema existencial de Meade
La candidatura de José Antonio Meade tiene una irremediable falla de origen: es un aspirante apartidista que necesita mantener esa condición de presunto independiente ante buena parte del electorado y, al mismo tiempo, es el individuo expresamente designado por un partido político para representar sus colores en la próxima contienda presidencial. ¿Cómo conciliar una cosa con la otra?

Naturalmente, es un hombre muy preparado y con una gran trayectoria en el servicio público. Sus cualidades personales no están en duda como tampoco es discutible su capacidad. Pero, aquí no estamos hablando de sus atributos sino de su circunstancia, por decirlo de alguna manera: se encuentra, precisamente por no haber militado en el PRI, en una situación que parecería ventajosa a primera vista pero que, en los hechos, significa una suerte de lastre porque, llegado el momento de tener que manifestar abiertamente su adhesión al priismo real, ya no aparecerá como un personaje independiente sino como un simple militante más, así sea que nunca acuda a que le den su credencial de miembro activo. Es decir, que terminará por caerle encima el rechazo de todos esos votantes que no simpatizan con el Partido Revolucionario Institucional.

Otra cosa: Meade estará, a partir de ahora, impregnado en todo momento por los usos y costumbres del priismo tradicional. No habrá manera de que se pueda desligar de los acartonados rituales, de la “cargada” y de los actos de masas aderezados de rancias retóricas. Tampoco se desvinculará de las organizaciones que han apuntalado el corporativismo y las políticas clientelares de siempre del PRI. Hoy mismo, estamos viendo que el partido “cierra filas” con un candidato al que también lo arropa la CTM. ¿Hasta qué punto podrá el antiguo secretario de Hacienda pretender que no tiene nada que ver con todo eso, que él es esencialmente un tecnócrata excelentemente cualificado y un pensador moderno?

Un tercer punto: la apreciación de que Meade no es un “hombre del presidente” y de que Enrique Peña lo ha tenido que legitimar a pesar suyo —es decir, como una posible opción menos mala—, obligado por la impopularidad de su propio Gobierno y el desprestigio de su partido, no lo exime de ser asociado, de pies a cabeza, a la figura de ese gran seleccionador supremo de candidatos presidenciales conocido como el “primer priista de la nación” y que, en este caso particular, fue mismísimo encargado de bendecirlo mediante al consabido procedimiento del “dedazo”. El actual candidato del PRI es el candidato de Peña, punto. Peña lo eligió. A regañadientes, tal vez, con cierta desgana o por pura necesidad —no lo podemos realmente saber— pero Meade no llegó solo a la candidatura, no compitió por iniciativa propia contra un grupo de otros espontáneos, sino que recibió el visto bueno de arriba, guardando la compostura hasta el último momento, como dictan los severos cánones del priismo primigenio. Dicho en otras palabras, no se movió ni un centímetro y terminó por salir en la foto. Hasta ahí el posible elemento renovador de su candidatura.

Sigamos, con una cuarta cuestión: ¿de dónde viene Meade? ¿Dónde ha trabajado? ¿Cómo fue que el personaje se apareció en el escenario? ¿Qué ha hecho? ¿Qué cargos ha ocupado? Pues, por lo pronto, trabajaba para Enrique Peña hasta el día de ayer. El presidente de la República era su jefe directísimo y el hombre, lo suponemos, acataba estrictamente las órdenes del Comandante Supremo de las Fuerzas Armadas y jefe del Estado mexicano. Con anterioridad, había sido parte del Gabinete de Felipe Calderón —el de los “muertos”, miren ustedes— y, por lo tanto, alguna responsabilidad le podemos atribuir en el manejo de las políticas públicas de la nación mexicana en los últimos dos sexenios. Y, así como a la señora Zavala es punto menos que imposible separarla de la figura de su marido, al recién ungido candidato priista es muy difícil no asociarlo con sus jefes, sobre todo con el último. De nuevo, es un hombre de Peña por haber fungido como uno de sus secretarios de Estado, voluntaria y complacientemente. Y, desde ya, sus adversarios políticos se aprestan a denunciar cualquier posible complicidad suya en las tenebrosidades, reales o imaginarias, del actual régimen. Luego entonces, no es precisamente el heraldo del cambio para aquellos votantes que desean una transformación de fondo en México aunque contará, en este apartado, con el apoyo de los adeptos de la continuidad, que son también legión a pesar de todos los pesares.

Haber sobrevivido de un sexenio a otro como funcionario, en un sistema político que privilegia la lealtad partidista por encima de todas las cosas y que ni siquiera ha logrado instaurar un auténtico servicio civil de carrera porque uno de sus primeros designios es repartir cargos públicos entre sus allegados —estamos hablando de un orden de cosas donde no prima la meritocracia sino que cuentan los intereses espurios, los enchufes y los compadrazgos—, es un logro casi milagroso de Meade. Esto habla, muy seguramente, de su gran capacidad personal. Sin embargo, lo repito, el tema no es de cualidades y virtudes sino, muy desafortunadamente para una nación que sí necesita de un presidente con sus aptitudes, de circunstancias. Su triunfo, a estas alturas, parece difícil.

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