La continuidad no es algo intrínsecamente malo ni mucho menos. El próximo Gobierno de la República podría consolidar las reformas que promovió Enrique Peña, mantener la estabilidad macroeconómica, fortalecer el Seguro Popular, atraer nuevas inversiones y expandir el abanico de los contribuyentes para que la fiscalidad dependa cada vez menos de los ingresos petroleros, entre otras cosas.
Pero, quien dice continuidad está hablando al mismo tiempo de la persistencia de la corrupción, de la perpetuación de la pobreza, de la consagración de la inseguridad como un modo de vida para los mexicanos y de la perennidad de la colosal ineficiencia gubernamental. ¿Eso queremos, los ciudadanos de este país?
Las promesas de cualquier candidato presidencial se pueden sustentar, sin mayores trámites, en una inmediata constatación de lo que no va bien en México. Tenemos muchísimos problemas: desigualdad, delincuencia, descomposición social, deterioro de los entornos urbanos, educación de ínfima calidad, desempleo juvenil, bajos salarios, competitividad decreciente, violencia, agitación, miseria, desobediencia civil, injusticia, incertidumbre jurídica, maltrato a las mujeres, deterioro del medio ambiente, ruido, desorden público, pérdida de valores cívicos, desculturización de las masas, ausencia de ciudadanía, divisionismo, insolidaridad, individualismo pernicioso, galopante inmoralidad gubernamental, demagogia mentirosa, tramitología imbécil, penetración del narcotráfico en las instituciones gubernamentales, barbarie ciudadana, en fin, la lista podría seguir casi interminablemente. De ahí a que el candidato de turno se aparezca en el escenario para prometer que, ahora sí, que todo esto va a desaparecer como por arte de magia, no hay más que un simple paso.
Pero, entonces, ¿qué legitimidad pueden tener esos compromisos de campaña si todos se formulan a partir de una realidad que, miren ustedes, no ha cambiado a pesar de las promesas que habían sido previamente ofrecidas por los otros? O sea, ¿qué pasó, qué diablos ocurrió que, al final, lo que nos avisaron hace seis años no se volvió realidad? ¿Por qué habríamos de creer, ahora sí, que todo va a mejorar radicalmente?
Es preferible, entonces, resignarnos a una aburrida y desmotivadora continuidad. ¿O, no?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, quien dice continuidad está hablando al mismo tiempo de la persistencia de la corrupción, de la perpetuación de la pobreza, de la consagración de la inseguridad como un modo de vida para los mexicanos y de la perennidad de la colosal ineficiencia gubernamental. ¿Eso queremos, los ciudadanos de este país?
Las promesas de cualquier candidato presidencial se pueden sustentar, sin mayores trámites, en una inmediata constatación de lo que no va bien en México. Tenemos muchísimos problemas: desigualdad, delincuencia, descomposición social, deterioro de los entornos urbanos, educación de ínfima calidad, desempleo juvenil, bajos salarios, competitividad decreciente, violencia, agitación, miseria, desobediencia civil, injusticia, incertidumbre jurídica, maltrato a las mujeres, deterioro del medio ambiente, ruido, desorden público, pérdida de valores cívicos, desculturización de las masas, ausencia de ciudadanía, divisionismo, insolidaridad, individualismo pernicioso, galopante inmoralidad gubernamental, demagogia mentirosa, tramitología imbécil, penetración del narcotráfico en las instituciones gubernamentales, barbarie ciudadana, en fin, la lista podría seguir casi interminablemente. De ahí a que el candidato de turno se aparezca en el escenario para prometer que, ahora sí, que todo esto va a desaparecer como por arte de magia, no hay más que un simple paso.
Pero, entonces, ¿qué legitimidad pueden tener esos compromisos de campaña si todos se formulan a partir de una realidad que, miren ustedes, no ha cambiado a pesar de las promesas que habían sido previamente ofrecidas por los otros? O sea, ¿qué pasó, qué diablos ocurrió que, al final, lo que nos avisaron hace seis años no se volvió realidad? ¿Por qué habríamos de creer, ahora sí, que todo va a mejorar radicalmente?
Es preferible, entonces, resignarnos a una aburrida y desmotivadora continuidad. ¿O, no?
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