Obrador y los otros, ante la prensa
La posible moderación de Obrador —arropado, de pronto, por empresarios de distintas proveniencias, más allá del apoyo de académicos, intelectuales y artistas que siempre ha tenido— me resulta un tanto dudosa en tanto que su discurso no ha sido nunca conciliador excepto cuando fabricó la entelequia de una “república amorosa” que hoy no aparece por ningún lado. No me creo, o sea, que el personaje vaya a instaurar un régimen abierto, tolerante y moderno sino que temo, en los hechos, una crispación de la vida pública todavía mayor que la que ya padecemos y vislumbro tiempos de oscuros revanchismos, disfrazadas persecuciones y perniciosas políticas públicas en caso de que el hombre llegue a ocupar la silla presidencial.

Uno de los principalísimos requisitos que deben cumplir los gobernantes de las democracias liberales es la disposición a afrontar los embates del pensamiento crítico y, esto, en todas sus manifestaciones, desde los constantes ataques de los columnistas en los medios de prensa, hasta los cuestionamientos directos de los opositores en el Congreso, las diatribas de sesudos analistas en toda suerte de publicaciones y las descalificaciones de los ciudadanos que se expresan despreocupadamente en las redes sociales.

Esta aceptación de que en el mundo no toda la gente piensa de la misma manera y de que la diversidad de opiniones y puntos de vista es un hecho inevitable, no parecen compartirla los populistas de una “izquierda” latinoamericana que, a diferencia de los denostados representantes de la “mafia en el poder” o de la satanizada “derecha”, se arrogan la facultad de perseguir a sus críticos invocando la sacrosanta cualidad de una “causa”, la suya, que por su propia naturaleza debiera ser intocable e incuestionable.

La cerrazón de los “salvadores” ante la natural y espontánea tendencia de los demás a cuestionar sus quehaceres —algo plenamente habitual en esas sociedades abiertas en las cuales los individuos supervisan y vigilan constantemente el desempeño de sus gobernantes— se comprueba todos los días en la actuación de los líderes populistas de nuestro subcontinente (aunque la balanza se haya inclinado en los últimos tiempos a favor de hombres políticos menos autoritarios e intolerantes que, miren ustedes, representan a los partidos “tradicionales” y que, caramba, se acomodan sin mayores problemas a las arremetidas de quienes no los quieren) y viniera siendo una suerte de demostración de que la “izquierda” latinoamericana no es una entidad que acepta los valores esenciales de la democracia representativa sino que propugna el silenciamiento de las voces que no le son cómodas.

No sabemos si Obrador, en caso de ganar la presidencia de la República, llegará a los extremos de ese Correa ecuatoriano que comenzó a hostigar a los periódicos que no lo ensalzaban, de esa Cristina Kirchner que intentó apagar al Grupo Clarín o de un Maduro que ha llegado a suprimir pura y simplemente a la prensa que denuncia sus descomunales abusos. Pero, el hombre, que tiene muy delgada la piel, se ha permitido señalarnos como indeseables detractores y nos acusa, desde ya, de estar al servicio de los intereses de las clases dominantes. Es más, sus seguidores nos dedican insultos, ofensas y burlas en estas mismísimas páginas, en los espacios de un diario que, miren ustedes, no los censura en manera alguna y que les permite graciosamente soltar majaderías e imbecilidades sin restricción alguna.

Lo que nos inquieta, justamente, es ser advertidos como enemigos, como emisarios de la mentada “mafia del poder” en lugar de simples discrepantes con ideas propias. Los otros competidores en la carrera no denuncian a la prensa libre ni señalan complots. Ricardo Anaya hubiera debido tal vez desentenderse de lo que publicó un diario (no hay que entramparse en todas las batallas) pero, después de todo, ejerció meramente la facultad que tiene cualquier ciudadano de que sea rectificada una información tendenciosa. Pero nunca cuestionó la falta de adhesión a su causa ni proclamó la superioridad moral de su cruzada para invalidar las voces críticas. El propio presidente de la República, ahora mismo, no es tan quejica y apechuga cuando le caen encima denuestos y descalificaciones. Soporta perfectamente la publicación de caricaturas que lo ridiculizan y afronta inclusive situaciones de directa hostilidad: en la ceremonia de entrega de la medalla Belisario Domínguez en la antigua sede del Senado, Layda Sansores intentó hacerlo caer en sus groseras provocaciones. ¿Cómo respondió Enrique Peña? Guardó plenamente la compostura siendo que la mujer no lo dejaba siquiera abrir la boca. ¿Imaginamos a Obrador así de respetuoso, así de mesurado y circunspecto?

Disentir no es maquinar, diferir no es traicionar y discrepar no es conspirar. Los primerísimos críticos, en estos momentos, son los propios incondicionales del mandamás de Morena. No se privan, un día sí y el otro también, de lanzar tremebundas acusaciones y de negarle absolutamente el más mínimo logro al actual Gobierno. Y, beneficiándose personalmente de las libertades ciudadanas que nos otorga nuestra democracia, denuncian todavía que padecemos las durezas de un “régimen represivo”. Van de oprimidos, por lo pronto, en espera de ser ellos quienes decreten lo que se puede decir y lo que no.

Si Obrador desea conquistar nuevas adhesiones, debería de admitir con más soltura la existencia de millones de mexicanos que lo rechazan y justipreciar públicamente el inmenso valor del pensamiento crítico.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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