Con el paso del tiempo, vamos acumulando pérdidas. Esto, lo de que los bienes que poseíamos apenas ayer pueden desaparecer sin previo aviso y de manera totalmente impredecible, debiera ser un principio aceptado universalmente por los humanos desde la primera edad. Te lo tendrían que adoctrinar en las escuelas, vamos.
Pero, por el contrario, no estamos casi preparados para afrontar la circunstancia de que los objetos se esfuman, de que el coche deslumbrante que acabamos de sacar de la agencia tiene ya un feo rayón o de que, sin razón aparente alguna, la laptop se niegue a seguir mostrando los datos más preciados de nuestra vida civil.
Comenzamos por perder la inocencia (lo cual no parece un quebranto particularmente grave) y seguimos luego afrontando toda suerte de perjuicios: robos de juguetes —perpetrados por los codiciosos amiguitos de la infancia—, olvidos de muy graves consecuencias, descuidos costosísimos y distracciones que resultan, llegado el caso, en la pérdida total del SUV, por no hablar de los daños a terceros, de los gastos médicos que no cubre el seguro y de los terroríficos desembolsos exigidos por el aparato legal. Perdemos también momentos, seres queridos, amores y, al final, la vida misma.
Cada uno de estos menoscabos se vive de manera diferente pero el enojo y la frustración pueden alcanzar cotas absolutamente destructivas según el caso: conozco personas que se han desorganizado totalmente al padecer percances menores y otras que han conllevado ejemplarmente el saqueo de sus hogares o la quiebra de su negocio. Como siempre, pareciera que necesitamos de una mínima sabiduría para tramitar las adversidades.
Por fortuna, a casi cada pérdida corresponde un aprendizaje personal, una nueva capacidad para afrontar las cosas, una conciencia de los errores que ya no hay que cometer, en fin.
Al terminar el año, afrontamos irremediablemente los menoscabos que hemos tenido pero lo hacemos también con la mirada puesta en el futuro, animados por la inextinguible llama de la esperanza. Feliz 2018.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, por el contrario, no estamos casi preparados para afrontar la circunstancia de que los objetos se esfuman, de que el coche deslumbrante que acabamos de sacar de la agencia tiene ya un feo rayón o de que, sin razón aparente alguna, la laptop se niegue a seguir mostrando los datos más preciados de nuestra vida civil.
Comenzamos por perder la inocencia (lo cual no parece un quebranto particularmente grave) y seguimos luego afrontando toda suerte de perjuicios: robos de juguetes —perpetrados por los codiciosos amiguitos de la infancia—, olvidos de muy graves consecuencias, descuidos costosísimos y distracciones que resultan, llegado el caso, en la pérdida total del SUV, por no hablar de los daños a terceros, de los gastos médicos que no cubre el seguro y de los terroríficos desembolsos exigidos por el aparato legal. Perdemos también momentos, seres queridos, amores y, al final, la vida misma.
Cada uno de estos menoscabos se vive de manera diferente pero el enojo y la frustración pueden alcanzar cotas absolutamente destructivas según el caso: conozco personas que se han desorganizado totalmente al padecer percances menores y otras que han conllevado ejemplarmente el saqueo de sus hogares o la quiebra de su negocio. Como siempre, pareciera que necesitamos de una mínima sabiduría para tramitar las adversidades.
Por fortuna, a casi cada pérdida corresponde un aprendizaje personal, una nueva capacidad para afrontar las cosas, una conciencia de los errores que ya no hay que cometer, en fin.
Al terminar el año, afrontamos irremediablemente los menoscabos que hemos tenido pero lo hacemos también con la mirada puesta en el futuro, animados por la inextinguible llama de la esperanza. Feliz 2018.
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