El mandato imaginario
No dejo de asombrarme por la didáctica del documental The Vietnam War, de PBS. Siempre, pero más ahora, es crucial revisar la historia para aprender de los errores del pasado. Vista en perspectiva, es incomprensible la manera en la que un país como EU pudo caer con tal facilidad en una guerra inútil y que significó la mayor ruptura entre la sociedad y el poder político. Presidentes y colaboradores de gran talento fueron rehenes de los temores propios de la guerra fría, lo que les llevó a una desastrosa y sangrienta aventura militar.

Estimo que un problema del poder político en una democracia es el mandato imaginario, una idea autoritaria del deber que por razones ideológicas, de dogma o hasta personales, se desapegan de la realidad. La historia de Vietnam lo confirma, y esto no solo tiene que ver con el gobierno, también con los órganos de representación, especialmente con los partidos políticos. La clase gobernante estadunidense de aquellos días consideró que el “destino manifiesto” se imponía. La falta de autocrítica es uno de los grandes problemas del poder, lo que se agrava con la ausencia de una cultura de deliberación y de debate en la sociedad. La situación de guerra y una contienda “civilizada” por el poder son lo mismo. Y en ambos escenarios, cuando todo el esfuerzo se enfoca en alcanzar la victoria, la primera pérdida siempre es la verdad.

Como en la guerra, la polarización en la lucha electoral es un recurso estratégico. En estas elecciones, por ejemplo, López Obrador ha asumido que su lucha es contra todos los demás: sus adversarios son todos aquellos que no comulgan con Morena. Y por eso rechazó apoyar a Javier Corral. Según su estrategia de venta, el PRI, el PAN, el PRD y los candidatos independientes son lo mismo: “se pelean, pero después se arreglan”.

Por su parte, Jaime Rodríguez dice algo semejante y en el entorno de 2015, en Nuevo León, le dio resultado: vendió y le compraron la tesis de que el problema son los partidos políticos, solo un candidato ciudadano puede representar a la sociedad. Margarita Zavala ha recurrido a una idea semejante: mi lucha es contra el PRI viejo (AMLO) y el PRI actual. En contraposición, José Antonio Meade emplea como estrategia su amplia experiencia y preparación respecto a improvisación a manera de referirse a todos los demás. Ricardo Anaya tiene un discurso semejante, pero ha centrado su batería contra el PRI con la idea de que al lograr un claro segundo lugar, podría ganar al primero, esto es a AMLO.

El problema es que la retórica electoral dramatiza el discurso y con ello engaña y autoengaña. La verdad queda en un segundo plano. Para algunos, es preferible mentir si esto les asegura la victoria. A fuerza de repetirse, los dichos de campaña no solo se vuelven verdad para los seguidores, también para los candidatos. Los recursos de la publicidad y la propaganda pueden llegar a mucho más que eso. La demagogia electoral lleva a la simplificación de los problemas y, sobre todo, de las respuestas a ellos. Así, desde la oposición no solo se magnifican las dificultades y errores, sino que la solución se limita a un “denme el poder, yo sí resuelvo”.

La retórica electoral en la disputa por el voto tiene este elemento de exageración propio de la propaganda política. El problema no solo es la sobresimplificación de los problemas y las soluciones, sino que se crea y recrea una ciudadanía pasiva a la que solo le toca confiar y esperar. Es decir, en la pretensión de ganar no se pone en claro lo que debe hacer la sociedad para que las cosas cambien. Así, por ejemplo, atender estructuralmente el problema de la inseguridad implica la asignación significativa de recursos públicos (aumentar impuestos), abatir la economía de la informalidad para combatir las finanzas del crimen y, especialmente, profundizar en la cultura de la denuncia de una sociedad desconfiada de sus fiscales e instancias de justicia.

El problema se agudiza en el marco de una sociedad en la que una proporción importante vive en el enojo. Ya en su momento, Enrique Krauze exploró el origen del descontento. Agrego tres ideas complementarias: no es un problema local, sino global; su origen tiene que ver con los nuevos flujos de comunicación/información del mundo digital que conforman una nueva subjetividad, y la falta de aprecio, propia del descontento por lo bueno que existe, que hace correr el riesgo de avalar opciones capaces de comprometer el interés colectivo o incursionar en aventuras con resultados inciertos, de alto riesgo o claramente contraproducentes.

El peligro del descontento no es menor y aquí mismo me he referido al riesgo del regreso del totalitarismo o de los nacionalismos extremos, por asumir falsamente que esos procesos habían quedado en el baúl de la historia. Los populismos, con frecuencia, se vuelven una variante de estos procesos sociales disruptivos que tienen como referencia el fastidio con el estado de cosas de las clases medias y de una buena parte del resto de la sociedad. “Al diablo con las instituciones” es una afirmación generalizadora de dimensiones mayores precisamente porque no se focaliza el problema. Quien irresponsablemente desdeña a las instituciones asume que todo está podrido y se siente con la licencia de acabar con todo y todos, incluso con aquello que sostiene el edificio democrático.

La discusión fundamental en la actual contienda electoral es sobre liberalismo social y las diferentes opciones que lo enfrentan. De inicio, hay que reconocer que la demagogia y la propaganda resultan inevitables por cuanto a que son recursos de campaña que por la eficacia exhibida en los procesos recientes, los contendientes difícilmente renunciarían a usarlas. Es el ruido propio de la democracia. Lo importante es la capacidad de la sociedad para procesarlo y volverlo virtuoso. El debate y la deliberación, el aislamiento de ese ruido que a ratos se vuelve incomprensible y ensordecedor son recursos imprescindibles para un voto informado.

La apertura al cambio no nos debe inhibir de la tarea de expresar nuestro temor sobre las opciones en curso. La discusión no solo debe girar en torno a propuestas irresponsables en materia económica o la sobresimplificación de las soluciones a los grandes problemas nacionales como es la desigualdad y ahora la inseguridad, sino al riesgo de minar las bases que hacen posible la democracia y las libertades políticas. El mandato imaginario por ser un espejismo de la realidad puede llevarnos al desastre. Encendamos la alerta pública sobre la secuela de lo que puede ocurrir si el voluntarismo autoritario nos arroja al precipicio y al caos.

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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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