Todos sabemos que es difícil abrirse paso en la vida. Pero, hay historias de individuos sobresalientes que hacen que las cosas parezcan todavía mucho más complicadas, aparte de incomprensibles. Richard Gerstl, un gran pintor expresionista austriaco, no pudo exhibir jamás ninguna de sus pinturas en una exposición.
La mismísima Agatha Christie, la escritora que más libros ha vendido en todos los tiempos, se enfrentó al rechazo de los editores cuando intentó publicar sus primeras novelas. Vincent van Gogh, cuyas obras alcanzan precios astronómicos en la actualidad, no vendió nunca un cuadro. La Conjura de los necios, portentosa novela de John Kennedy Toole, terminó por obtener el premio Pulitzer años después de que su autor, desalentado por el desprecio de las casas de edición, se hubiere suicidado a los 31 años. A nadie le interesó estrenar la novena sinfonía de Franz Schubert, llamada luego La Grande justamente por su excelsitud musical, y el genial compositor austriaco no tuvo siquiera la oportunidad de escucharla en vida. Vamos, hasta un cantante exitoso como Michael Bublé paso años enteros presentándose en bares, fiestas privadas, centros comerciales, convenciones y lobbies de hoteles antes de alcanzar la fama que ahora disfruta.
No se entiende por qué las puertas se les cierran a tantos humanos talentosos y por qué no encuentran, de buenas a primeras, el reconocimiento que buscan —uno pensaría que muy merecidamente— por haber creado cosas que no existían con anterioridad: pareciera que el mundo es particularmente hostil con todo aquel que compone una ópera, que escribe un ensayo, que imagina un invento, que descubre una nueva técnica o que pinta un cuadro.
Quienes alcanzan la gloria terrenal han debido afrontar una interminable cadena de rechazos e incomprensiones, cuando no la enemistad abierta de quienes tienen el poder de decidir sobre los destinos ajenos. Otros, ni eso: el reconocimiento les llega después de muertos, habiendo sobrellevado, encima, una existencia de privaciones y estrecheces. A la justicia, ¿le gusta llegar tarde?
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
La mismísima Agatha Christie, la escritora que más libros ha vendido en todos los tiempos, se enfrentó al rechazo de los editores cuando intentó publicar sus primeras novelas. Vincent van Gogh, cuyas obras alcanzan precios astronómicos en la actualidad, no vendió nunca un cuadro. La Conjura de los necios, portentosa novela de John Kennedy Toole, terminó por obtener el premio Pulitzer años después de que su autor, desalentado por el desprecio de las casas de edición, se hubiere suicidado a los 31 años. A nadie le interesó estrenar la novena sinfonía de Franz Schubert, llamada luego La Grande justamente por su excelsitud musical, y el genial compositor austriaco no tuvo siquiera la oportunidad de escucharla en vida. Vamos, hasta un cantante exitoso como Michael Bublé paso años enteros presentándose en bares, fiestas privadas, centros comerciales, convenciones y lobbies de hoteles antes de alcanzar la fama que ahora disfruta.
No se entiende por qué las puertas se les cierran a tantos humanos talentosos y por qué no encuentran, de buenas a primeras, el reconocimiento que buscan —uno pensaría que muy merecidamente— por haber creado cosas que no existían con anterioridad: pareciera que el mundo es particularmente hostil con todo aquel que compone una ópera, que escribe un ensayo, que imagina un invento, que descubre una nueva técnica o que pinta un cuadro.
Quienes alcanzan la gloria terrenal han debido afrontar una interminable cadena de rechazos e incomprensiones, cuando no la enemistad abierta de quienes tienen el poder de decidir sobre los destinos ajenos. Otros, ni eso: el reconocimiento les llega después de muertos, habiendo sobrellevado, encima, una existencia de privaciones y estrecheces. A la justicia, ¿le gusta llegar tarde?
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