Los fanáticos del libre mercado le atribuyen al individuo emprendedor cualidades casi sobrenaturales: sería responsable directísimo de su destino, aprovecharía todas y cada una de las oportunidades que se le presentan en la existencia, transformaría cualquier adversidad en una “historia de éxito”, competiría triunfalmente contra los más taimados adversarios, en fin, su vida sería un deslumbrante ejemplo a seguir.
En el camino de estos tiburones se interpone el Estado, desde luego: para empezar, limita sus ganancias a punta de reglamentaciones y ordenanzas; pero lo peor es que les quita su dinero, o sea, que les cobra impuestos. Y, estas exacciones ¿para qué? Ah, pues para repartir tan ejemplares lucros entre los sujetos menos productivos de la sociedad. Gente que realmente no quiere trabajar, oigan, y que sólo estira la mano para que papá Gobierno le facilite la vida. Ese tal Gobierno, encima, no sólo es estorboso sino que no sirve de gran cosa: casi todos los sectores en los que se entromete podrían ser administrados de manera mucho más eficaz por el sector privado. ¿Hospitales públicos? No se necesitan: tan sencillo como que cada quien pague de su bolsillo la atención médica, previa contratación de un seguro. ¿Cárceles? Que las manejen empresarios: los detenidos, o sus familiares directos, solventarán los gastos de su manutención en vez de que lo hagan los contribuyentes. ¿Educación universal gratuita? Tampoco: es evidente que no todas las personas deben ir a la universidad y quien aspire a un título profesional no tiene más que obtener un préstamo, si es que sus padres no cuentan con los recursos para sufragar los estudios, o conseguir un trabajo de medio tiempo. ¿Becas? ¿Subsidios a los sectores desfavorecidos? ¿Ayudas a las madres solteras? ¿Guarderías gratuitas? Nada de esto. Que los pobres sigan el ejemplo de los individuos industriosos y, sanseacabó, no necesitan de ninguna asistencia.
Esta somera reseña del modelo que propugna la derecha mundial es apenas una caricatura, señoras y señores. El egoísmo ya no tiene mala conciencia, en estos tiempos.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
En el camino de estos tiburones se interpone el Estado, desde luego: para empezar, limita sus ganancias a punta de reglamentaciones y ordenanzas; pero lo peor es que les quita su dinero, o sea, que les cobra impuestos. Y, estas exacciones ¿para qué? Ah, pues para repartir tan ejemplares lucros entre los sujetos menos productivos de la sociedad. Gente que realmente no quiere trabajar, oigan, y que sólo estira la mano para que papá Gobierno le facilite la vida. Ese tal Gobierno, encima, no sólo es estorboso sino que no sirve de gran cosa: casi todos los sectores en los que se entromete podrían ser administrados de manera mucho más eficaz por el sector privado. ¿Hospitales públicos? No se necesitan: tan sencillo como que cada quien pague de su bolsillo la atención médica, previa contratación de un seguro. ¿Cárceles? Que las manejen empresarios: los detenidos, o sus familiares directos, solventarán los gastos de su manutención en vez de que lo hagan los contribuyentes. ¿Educación universal gratuita? Tampoco: es evidente que no todas las personas deben ir a la universidad y quien aspire a un título profesional no tiene más que obtener un préstamo, si es que sus padres no cuentan con los recursos para sufragar los estudios, o conseguir un trabajo de medio tiempo. ¿Becas? ¿Subsidios a los sectores desfavorecidos? ¿Ayudas a las madres solteras? ¿Guarderías gratuitas? Nada de esto. Que los pobres sigan el ejemplo de los individuos industriosos y, sanseacabó, no necesitan de ninguna asistencia.
Esta somera reseña del modelo que propugna la derecha mundial es apenas una caricatura, señoras y señores. El egoísmo ya no tiene mala conciencia, en estos tiempos.
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