Vamos a estar mucho peor
Con el perdón de ustedes, no es poco lo que tenemos: nuestra imperfecta democracia, nuestro sistema económico, nuestra pluralidad política y nuestras libertades no merecen ser echadas por la borda para instaurar un sistema de “borrón y cuenta nueva” en el que, conducidos por un líder irremediablemente contagiado de adanismo —a saber, el impulso de desconocer totalmente los logros y las conquistas del pasado para crear un universo en el que cada acción y cada posible beneficio habrán de llevar forzosamente su sello personalísimo—, se instaurará un modelo pura y simplemente destructivo.

Porque, de eso se trata, señoras y señores, de desmantelar lo bueno —poco o mucho— que hayan podido dejar los antecesores del nuevo salvador, pretextando elevados principios y nobilísimas causas: los “pobres primero”, desde luego, pero también la “justicia social” y el combate a los “ricos y poderosos” de la “mafia en el poder”. La estrategia de los populistas —de Trump a Hugo Chávez— es ir socavando arteramente las instituciones en una operación de acoso y derribo cuyo último propósito es acrecentar los poderes propios del nuevo mandamás. A Trump no sólo le molesta la prensa independiente que lo critica —no duda en calificarla de “enemiga del pueblo”— sino que intenta desprestigiar al mismísimo Departamento de Justicia y al Buró Federal de Investigaciones para que, cuando salgan a la luz los resultados de las pesquisas que están realizando en lo que toca a su probable colusión con el Gobierno ruso, carezcan de la debida credibilidad —por lo pronto ante sus incondicionales seguidores— aunque no de la obligada fuerza legal. Nicolás Maduro, por su parte, se ha dedicado a combatir abiertamente la independencia de los Poderes del Estado hasta crear un sistema a modo en el que puede controlar desde el suministro de papel a los diarios hasta las decisiones del aparato judicial. La diferencia entre uno y otro gobernante es que Trump debe someterse de manera forzosa a los imperativos de un aparato institucional diseñado para preservar los equilibrios entre los antedichos Poderes mientras que el mandatario venezolano ha desmantelado totalmente el régimen de contrapesos característico de la democracia liberal. En los Estados Unidos no se advierten todavía las nefarias consecuencias de que un sujeto impulsivo, ignorante e irresponsable lleve las riendas de la nación —sin considerar la descomunal ineptitud de sus colaboradores— pero Venezuela es, hoy día, un país devastado por las políticas de un autócrata que no le rinde cuentas a nadie.

Mientras tanto, en México parecemos estar también hechizados por el discurso revanchista, justiciero y provocador de nuestro populista de turno. Tanto, que el hombre va a la cabeza en las preferencias de los electores de cara a las votaciones del mes de julio. No cuenta, es cierto, ni lejanamente con la aceptación de la mayoría de los mexicanos. Pero, le bastará con superar por un par de puntos porcentuales a su más inmediato perseguidor para auparse a la silla presidencial. Así fuere que alcanzara apenas un tercio de los sufragios totales, con eso podría ya gobernar. Y, miren ustedes, llegaría a Los Pinos en contra de la voluntad de esa gran mayoría de ciudadanos que rechazamos sus posturas y propuestas: el mero hecho de que haya soltado que “Fidel Castro es un gigante” y de que mereciera su “reconocimiento” tendría que servirnos de aviso porque estamos hablando allí, justamente, de un tirano, de un dictador absoluto. ¿No resulta escalofriante que un aspirante a gobernarnos ignore selectiva y tramposamente que el pueblo cubano carece de los más esenciales derechos, que subsiste en la miseria, que no puede siquiera elegir libremente a sus gobernantes y que millones de individuos han huido de la isla para no afrontar ya tan durísimas condiciones de vida? Y, hay más: ¿qué beneficio puede haber en cancelar el gran proyecto de construcción del nuevo aeropuerto de la capital siendo, además, que se va a sobre todo a financiar con los recursos que genera la actual terminal aérea? ¿Estamos hablando de un capricho, de necedad pura o de un impulso destructivo parecido al de ese Maduro que ha acabado con la planta productiva de Venezuela, incluida la empresa petrolera estatal? En cuanto a la propuesta de que las 18 secretarías de Estado sean reubicadas en diversas entidades federativas del país, ¿no resulta descomunalmente absurda cuando todas las naciones del mundo concentran a sus dependencias gubernamentales en una ciudad que, justamente por eso, viene siendo la capital? Y, si el pretexto fuere el desarrollo económico de las regiones ¿acaso el crecimiento se logra desperdigando por todo el país a la burocracia en lugar de crear las condiciones favorables a la inversión y de no espantar a los inversores con amenazas de cancelaciones de proyectos?

El descontento de los ciudadanos ha alcanzado tales cotas que el discurso populista aparece, de pronto, como una prometedora realidad para quienes se sienten agraviados por la corrupción, la estulticia de tantos políticos, los excesos de la partidocracia, los abusos, la falta de oportunidades, la desigualdad y la pobreza. Quienes nos resistimos al advenimiento de un líder protagónico y mesiánico no validamos los excesos de nuestros malos gobernantes ni cerramos los ojos ante las corruptelas de los funcionarios canallas. Avisamos, simplemente, que todo esto puede ser todavía mucho peor.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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