Un tigre es una fiera. Son simpáticos y muy bonitos, los tigres. Pero, peligrosos. Por eso no hay tigres sueltos en las calles de nuestras ciudades, miren ustedes. Viven en cautiverio en los zoológicos, esos animales y, desafortunadamente, se encuentran en peligro de extinción en sus medios naturales, como tantas otras especies en estos días. Metafóricamente, decir que “hay que amarrar” al tigre que se salió de la jaula después de unas elecciones presidenciales significa, supongo, que el pueblo, con perdón, es justamente eso, una fiera a la que hay que… ¿inmovilizar?
Pero, a ver, ¿quién podría amarrar al mentado felino? Pues, creo que no estamos hablando de un domador, oigan, porque esos profesionales manejan el látigo, sobre todo. No llegan a paralizar de plano a la bestia. De hecho, no tengo almacenadas en mi cerebro imágenes de tigres amarrados. En mi galería personal aparecen animales hermosísimos en las praderas de Asia y conservo también recuerdos de mi infancia, cuando me llevaban mis padres al circo. En aquellos tiempos, los veías saltar donairosamente a través de un aro llameante y realizar otras gracias en su condición de socios obligados de sus amos. Hoy, eso está prohibido. Los elefantes, los osos, las cebras y los antedichos tigres ya no deben ser parte de la clase trabajadora. Hasta nuevo aviso, seguirán habitando nada más los espacios de los zoos o, lo repito, esos hábitats en los cuales se encuentran seriamente amenazados.
En fin, el asunto es que la fiera está ahí, entre nosotros. El tigre, es decir. Y, lo van a “soltar” al animal precisamente quienes, al no concederle al señor domador esa victoria electoral que reclama anticipadamente, se verán obligados a afrontar su bestialidad sin que el hombre meta ya las manos para prevenir la catástrofe.
Podría él, como ya lo ha hecho en ocasiones anteriores, ponerse a soltar de latigazos para amansar al felino furioso. Pues, no. Avisa que no lo hará. Es más, ni siquiera va a usar la correa que acostumbra para tener bajo su mando al tigre-pueblo que lo sigue.
Qué miedo, caramba.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Pero, a ver, ¿quién podría amarrar al mentado felino? Pues, creo que no estamos hablando de un domador, oigan, porque esos profesionales manejan el látigo, sobre todo. No llegan a paralizar de plano a la bestia. De hecho, no tengo almacenadas en mi cerebro imágenes de tigres amarrados. En mi galería personal aparecen animales hermosísimos en las praderas de Asia y conservo también recuerdos de mi infancia, cuando me llevaban mis padres al circo. En aquellos tiempos, los veías saltar donairosamente a través de un aro llameante y realizar otras gracias en su condición de socios obligados de sus amos. Hoy, eso está prohibido. Los elefantes, los osos, las cebras y los antedichos tigres ya no deben ser parte de la clase trabajadora. Hasta nuevo aviso, seguirán habitando nada más los espacios de los zoos o, lo repito, esos hábitats en los cuales se encuentran seriamente amenazados.
En fin, el asunto es que la fiera está ahí, entre nosotros. El tigre, es decir. Y, lo van a “soltar” al animal precisamente quienes, al no concederle al señor domador esa victoria electoral que reclama anticipadamente, se verán obligados a afrontar su bestialidad sin que el hombre meta ya las manos para prevenir la catástrofe.
Podría él, como ya lo ha hecho en ocasiones anteriores, ponerse a soltar de latigazos para amansar al felino furioso. Pues, no. Avisa que no lo hará. Es más, ni siquiera va a usar la correa que acostumbra para tener bajo su mando al tigre-pueblo que lo sigue.
Qué miedo, caramba.
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