La corrupción y la inseguridad hacen que muchas personas crean que este país no sirve para nada. Por lo mismo, dicen que nunca hemos estado peor y que hay que acabar con el sistema, aunque no les quede claro a qué se refieren con ello. Ésta es una simpleza, así sea enarbolada por algún candidato presidencial y sus fieles.
Corrupción e inseguridad son reflejo de un problema específico: impunidad. No se castiga la ruptura de reglas, y eso hace que la vida en sociedad sea sumamente difícil. Pero eso no significa que todo esté mal. Esto lo que significa es que la idea de que se puede vivir en una sociedad en la que las reglas son administradas discrecionalmente por la autoridad es un absurdo. Ésa fue la apuesta del siglo XX, efectivamente fue un fracaso, y ésa es la propuesta del candidato presidencial al que me refiero, ya saben quién.
Ese arreglo social corresponde a lo que llamamos premodernidad: no hay reglas escritas que se apliquen de forma consistente, sino algunos lineamientos que son finalmente interpretados por el poderoso, que por eso mismo se mantiene en el poder. Al no contar con reglas claras y permanentes, la única forma de tener éxito en ese tipo de sociedad es manteniendo una buena relación con el poderoso. Es por eso que ese tipo de sociedades, en los últimos siglos, siempre da lugar a lo que se conoce como “capitalismo de compadrazgo”. Sólo hacen negocios los poderosos y sus amigos, modificando o interpretando las reglas para poder extraer dinero de los demás, o como se dice en economía, capturando rentas.
Ese tipo de economías puede mostrar crecimiento por algún tiempo, en lo que se agotan los recursos todavía ociosos. En América Latina, en México específicamente, eso ocurrió en la posguerra. Éramos países con poca población y amplio terreno, con algunas maquinarias heredadas de la primera globalización (el Porfiriato, en nuestro caso), y con eso, el crecimiento poblacional y algunos avances técnicos importados, nos dio para crecer un tiempo. Pero no generamos riqueza de verdad: ni capital humano ni tecnología, y además destruimos nuestros recursos.
La falta de reglas claras y permanentes es el origen de esta incapacidad económica latinoamericana. Reconocer eso implicaría entender que nosotros mismos somos culpables, y que la solución pasa por un Estado de Derecho pleno. Pero eso nos llevaría a reducir de forma muy importante el poder (y riqueza consiguiente) que se asocia con el gobierno. Gobernar sería un trabajo, no una transformación de carácter divino.
A eso nos hemos negado de forma consistente los latinoamericanos. No hemos querido construir sistemas políticos humanos, sino prolongar el carácter divino de la autoridad lo más posible. En el fondo, a eso se refería José Enrique Rodó cuando, en el Ariel, nos ubicaba como el dique humanista latino frente al prosaico anglosajón. Y así fueron nuestros sistemas políticos del siglo XX, populistas de izquierda como el Cardenista, o de derecha como el Peronista, pero siempre con carácter divino. No se gobernaba para aplicar políticas públicas, sino para redimir al pueblo de su sufrimiento terrenal.
El resultado debería ser evidente, pero décadas de adoctrinamiento escolar han hecho demasiado simples los razonamientos. Diversos países más pobres que nosotros al inicio del siglo XX (Japón, Corea, incluso España) se han convertido en desarrollados, mientras que Argentina y Uruguay, del grupo de ricos entonces, son ahora, como nosotros, “ingreso medio”.
El único camino para que un país funcione en lo que conocemos como “modernidad” (democracia, justicia y creación de riqueza), pasa por establecer reglas claras y permanentes, que no dependen de la discrecionalidad del poderoso. Pensar que un cambio de poderoso servirá de algo no es más que vivir en la simpleza.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero
Corrupción e inseguridad son reflejo de un problema específico: impunidad. No se castiga la ruptura de reglas, y eso hace que la vida en sociedad sea sumamente difícil. Pero eso no significa que todo esté mal. Esto lo que significa es que la idea de que se puede vivir en una sociedad en la que las reglas son administradas discrecionalmente por la autoridad es un absurdo. Ésa fue la apuesta del siglo XX, efectivamente fue un fracaso, y ésa es la propuesta del candidato presidencial al que me refiero, ya saben quién.
Ese arreglo social corresponde a lo que llamamos premodernidad: no hay reglas escritas que se apliquen de forma consistente, sino algunos lineamientos que son finalmente interpretados por el poderoso, que por eso mismo se mantiene en el poder. Al no contar con reglas claras y permanentes, la única forma de tener éxito en ese tipo de sociedad es manteniendo una buena relación con el poderoso. Es por eso que ese tipo de sociedades, en los últimos siglos, siempre da lugar a lo que se conoce como “capitalismo de compadrazgo”. Sólo hacen negocios los poderosos y sus amigos, modificando o interpretando las reglas para poder extraer dinero de los demás, o como se dice en economía, capturando rentas.
Ese tipo de economías puede mostrar crecimiento por algún tiempo, en lo que se agotan los recursos todavía ociosos. En América Latina, en México específicamente, eso ocurrió en la posguerra. Éramos países con poca población y amplio terreno, con algunas maquinarias heredadas de la primera globalización (el Porfiriato, en nuestro caso), y con eso, el crecimiento poblacional y algunos avances técnicos importados, nos dio para crecer un tiempo. Pero no generamos riqueza de verdad: ni capital humano ni tecnología, y además destruimos nuestros recursos.
La falta de reglas claras y permanentes es el origen de esta incapacidad económica latinoamericana. Reconocer eso implicaría entender que nosotros mismos somos culpables, y que la solución pasa por un Estado de Derecho pleno. Pero eso nos llevaría a reducir de forma muy importante el poder (y riqueza consiguiente) que se asocia con el gobierno. Gobernar sería un trabajo, no una transformación de carácter divino.
A eso nos hemos negado de forma consistente los latinoamericanos. No hemos querido construir sistemas políticos humanos, sino prolongar el carácter divino de la autoridad lo más posible. En el fondo, a eso se refería José Enrique Rodó cuando, en el Ariel, nos ubicaba como el dique humanista latino frente al prosaico anglosajón. Y así fueron nuestros sistemas políticos del siglo XX, populistas de izquierda como el Cardenista, o de derecha como el Peronista, pero siempre con carácter divino. No se gobernaba para aplicar políticas públicas, sino para redimir al pueblo de su sufrimiento terrenal.
El resultado debería ser evidente, pero décadas de adoctrinamiento escolar han hecho demasiado simples los razonamientos. Diversos países más pobres que nosotros al inicio del siglo XX (Japón, Corea, incluso España) se han convertido en desarrollados, mientras que Argentina y Uruguay, del grupo de ricos entonces, son ahora, como nosotros, “ingreso medio”.
El único camino para que un país funcione en lo que conocemos como “modernidad” (democracia, justicia y creación de riqueza), pasa por establecer reglas claras y permanentes, que no dependen de la discrecionalidad del poderoso. Pensar que un cambio de poderoso servirá de algo no es más que vivir en la simpleza.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero