De los mitos que hemos cultivado sobre nuestra identidad, el de la derrota es muy socorrido. Sería una suerte de destino histórico, una maldición, una fatalidad. Y sí, es cierto que no cosechamos casi medallas en los Juegos Olímpicos y que no nos hemos labrado precisamente una gran reputación en la comunidad de naciones. Pero, al mismo tiempo, díganme ustedes cuántos países ganan el Mundial de futbol en cada cita: ¿tres? ¿Cinco? No. Uno. Uno nada más. O sea, que todos los demás pierden. Estaríamos hablando entonces de una competición de perdedores, caramba.
Justamente, me pregunto cómo reaccionan, por ejemplo, los ingleses cuando no traspasan la primera vuelta o que ni siquiera logran calificar. ¿Se solazan en la autodenigración? ¿Se menosprecian y se flagelan? Digo, después de todo, ellos inventaron el balompié moderno o, por lo menos, mantuvieron la costumbre de jugarlo durante el Medievo y luego decretaron las reglas en el s. XIX. ¿Asocian su actual medianía futbolística a la decadencia del Imperio Británico? ¿La falta de títulos ganados —uno solo, y jugando en casa— la atribuyen a oscuras taras psicológicas?
Los belgas jamás han ganado un Mundial. Los chilenos tampoco. Ni los rusos ni los polacos pueden ostentar en la camiseta esas estrellas que tan altivamente exhibe Alemania. Se dice de los teutones que son muy arrogantes. ¿Es por el futbol o porque se enorgullecen de ser un país disciplinado y trabajador? No parece, en todo caso, que vayan a ganar este Mundial. Bélgica, justamente, es mejor. De pronto, ¿un país pequeño viviría esta superioridad futbolística como una gran revancha geopolítica? O, estamos hablando de un deporte nada más y sanseacabó.
El triunfo del Tri sobre el equipo alemán ha significado una gran alegría para los mexicanos. Ahora bien, ya no hay casi manera de poder seguir mirando la tele: te topas con una avalancha de patrioterismo tan desaforadamente ramplón y con una exaltación tan desmesurada del logro que no puedes menos que sentirte ridículo en esa muy temporal condición de ganador.
Toda victoria tiene una ineludible fecha de caducidad. Cuando pase la euforia, seguiremos viviendo en el México de siempre, un país donde los éxitos se construyen todos los días pero, qué alivio, sin perder tanto la cabeza.
revueltas@mac.com
Justamente, me pregunto cómo reaccionan, por ejemplo, los ingleses cuando no traspasan la primera vuelta o que ni siquiera logran calificar. ¿Se solazan en la autodenigración? ¿Se menosprecian y se flagelan? Digo, después de todo, ellos inventaron el balompié moderno o, por lo menos, mantuvieron la costumbre de jugarlo durante el Medievo y luego decretaron las reglas en el s. XIX. ¿Asocian su actual medianía futbolística a la decadencia del Imperio Británico? ¿La falta de títulos ganados —uno solo, y jugando en casa— la atribuyen a oscuras taras psicológicas?
Los belgas jamás han ganado un Mundial. Los chilenos tampoco. Ni los rusos ni los polacos pueden ostentar en la camiseta esas estrellas que tan altivamente exhibe Alemania. Se dice de los teutones que son muy arrogantes. ¿Es por el futbol o porque se enorgullecen de ser un país disciplinado y trabajador? No parece, en todo caso, que vayan a ganar este Mundial. Bélgica, justamente, es mejor. De pronto, ¿un país pequeño viviría esta superioridad futbolística como una gran revancha geopolítica? O, estamos hablando de un deporte nada más y sanseacabó.
El triunfo del Tri sobre el equipo alemán ha significado una gran alegría para los mexicanos. Ahora bien, ya no hay casi manera de poder seguir mirando la tele: te topas con una avalancha de patrioterismo tan desaforadamente ramplón y con una exaltación tan desmesurada del logro que no puedes menos que sentirte ridículo en esa muy temporal condición de ganador.
Toda victoria tiene una ineludible fecha de caducidad. Cuando pase la euforia, seguiremos viviendo en el México de siempre, un país donde los éxitos se construyen todos los días pero, qué alivio, sin perder tanto la cabeza.
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.