Obrador, ¿posible gran custodio de la democracia liberal?
Quienes nos preocupamos ahora por el posible advenimiento de Obrador podríamos reconocer, llegado el caso, que estuviere llevando acertadamente la cosa pública. Esto, lo de temer las consecuencias para la nación de la deriva populista, no es un tema de antipatías personales ni de predilecciones subjetivas sino algo que ha resultado de su lenguaje, sus posturas, sus declaraciones y su trayectoria política. Son la materia prima de casi todas las predicciones aceptables sobre sus futuros desempeños. Debemos también subrayar que las apreciaciones sobre un individuo particular tienen una inevitable relación con sus quehaceres: el candidato de Morena ha soltado una sistemática andanada de injuriosas descalificaciones hacia todos aquellos que no se han adherido a su visión del mundo mientras que ha recibido con los brazos abiertos a sujetos de todas las cataduras y proveniencias por poco que le hayan expresado abiertamente su apoyo.

Pero, no sigamos; no expongamos ya la habitual retahíla de posibles inculpaciones ni hagamos tampoco referencia a todo aquello que sirve de munición a sus detractores. Imaginemos, para tratar de mitigar el espanto, que el hombre se dejaría llevar por el natural pragmatismo de un priista de cepa pura (eso es lo que es, finalmente, aunque los jóvenes que van a votar por él no establezcan ninguna relación causa-efecto en los derrumbamientos nacionales —que, de todas maneras, tuvieron lugar en un pasado que no vivieron—) y, en consecuencia, que dejaría en el congelador las propuestas más radicales y desestabilizadoras de sus inflamados discursos. Esperemos, también, que pudiere conciliar la tradicional demagogia populista —teñida de revanchismos y dirigida a exacerbar oscuros rencores— con el realismo al que obliga la existencia de los mercados en un entorno de imparable globalización, por no hablar de la necesidad de pactar con el sector empresarial y la importancia de crear un clima favorable a los negocios. Confiemos, finalmente, en que los rasgos mesiánicos de su personalidad no sean más que elementos retóricos para agenciarse los favores de un pueblo mexicano —si es que fuere posible hablar de una entelequia tan diversa y heterogénea— que se deja todavía deslumbrar por las promesas de un redentor. Al próximo presidente de México lo necesitamos, sobre todo, sobrio y sensato.

El problema es que no sabemos todavía lo que realmente va a hacer el hombre. Advertimos indicios y contamos con antecedentes. Eso es todo. Y, el líder de Morena tiene a su vez a un muy variopinto elenco de seguidores, desde el intelectual intolerante y fanático que quiere acallar las voces críticas hasta el empresario encargado de dar confianza a los futuros inversores, pasando por priistas de viejo cuño, tránsfugas de última hora, agitadores, extremistas, académicos de altos vuelos, juristas distinguidos, líderes sindicales corruptos, científicos, artistas, funcionarios de antiguas Administraciones y diplomáticos honorables.

¿A quién habría de dar debida satisfacción, en caso de ganar la presidencia de México, y cuáles serían entonces sus políticas públicas? ¿Instauraría un régimen de censura para dar gusto a Taibo II y los suyos? ¿Establecería una alianza con el régimen de Nicolás Maduro para hermanar a nuestra República con la Revolución Bolivariana? ¿Favorecería a ciertos grupos empresariales con contratos a modo? ¿Restauraría la venta de plazas de maestros para ganarse el apoyo de la CNTE? ¿Cancelaría los contratos de las grandes corporaciones petroleras que han invertido en el sector energético y las expulsaría del país? ¿Pactaría con algunos grupos de la delincuencia organizada? ¿Aumentaría exponencialmente la deuda soberana para financiar sus programas sociales? ¿Establecería el control de cambios con el propósito de detener la fuga de capitales?

De parecida manera, podríamos esperar que sus medidas y sus disposiciones como jefe del Ejecutivo estuvieran marcadas por el sello de la mesura. El punto de partida sería la lucha contra la corrupción, piedra fundacional de sus promesas a la nación mexicana y, a partir de ahí, podría también implementar acciones para preservar la estabilidad macroeconómica y atraer inversiones. La lucha contra la pobreza no sería una mera fórmula utilizable en las campañas electorales sino una tarea urgentísima y, si se obtuvieren resultados, a ninguno de nosotros nos vendría a la cabeza criticar al responsable de alcanzar parecido logro. Paralelamente, podría crecer la economía y desarrollarse el mercado interno. ¿Quién pudiere estar en contra de algo así?

El asunto, lo repito, es que no podemos tener, a estas alturas, ninguna certeza acerca del rumbo que tomaría un Gobierno dirigido por Obrador. Ha dado pistas muy inquietantes, por un lado. De ahí, nuestras prevenciones, recelos y temores. Pero, a lo mejor no es así, más allá de que todavía no se hayan celebrado las elecciones.

En lo personal, no tendría por qué denostar, en el futuro, a un firme custodio de los principios de la democracia liberal. Creo que ése sería un punto esencial. Si tuviéramos eso, por encima de todas las cosas, los mexicanos caminaríamos bien unidos, sin problemas para construir un gran país. Mientras tanto, debemos esperar. No hay más remedio que seguir en la incertidumbre.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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