Muchos seguidores de Obrador avisan, desde ya, que se va a perpetrar un gigantesco fraude electoral el próximo 1º de julio. Y nos advierten, naturalmente, de disturbios, insurrecciones y levantamientos en respuesta a la trampa que prepara el INE, maquinada por el PRIAN. No habrá manera, por tanto, de que ocurra ningún otro resultado en las votaciones que el triunfo absoluto de Obrador.
Él mismo ha lanzado la amenaza de que va a dejar suelto “al tigre”, o algo así, si no alcanza la victoria en las urnas. Es una bravata doblemente inquietante: presupone, por un lado, que nuestro sistema electoral no es confiable y, segundamente, que él mismo, el propio candidato de Morena, tiene una facultad descomunal (antes siquiera de haber alcanzado el poder): la de desatar la violencia en este país. O sea, que maneja, a su entero arbitrio, a millones de mexicanos: en cuanto él lo decida, dejará de controlarlos y entonces ellos se lanzarán a las calles a cometer desmanes, destrozos y saqueos. Digo, los tigres son animales feroces, ¿o no?
El espantajo de la violencia es uno de los más socorridos recursos de los fanáticos del populismo y los sectores más sectarios de nuestra izquierda trasnochada no han dejado de soñar con el estallido de una “revolución” armada que terminaría poniendo todas las cosas en su lugar: los inmisericordes explotadores del pueblo serían castigados, sus propiedades expropiadas y, al final, se instauraría un sistema de repartición universal de la riqueza en beneficio de las clases populares.
No es exactamente el plan personal de Obrador porque, miren ustedes, se ha rodeado de los mismísimos depredadores de siempre: sujetos como el mentado Napito, priistas de viejo cuño como Manuel Bartlett, panistas súbitamente trasmutados en luchadores sociales y empresarios tan oportunistas como los que ahora se benefician de su cercanía con el poder político. Gente del sistema, o sea.
Pero, nunca hay que desestimar la eficacia de una amenaza como la de incendiar este país, señoras y señores, por más que el desenlace preferible fuere ganar las elecciones por las buenas y, ya luego, acomodar en los mejores cargos públicos a esos seguidores que, por cierto, nunca han tenido un pelo de progresistas: por eso mismo, muy seguramente, es que tan calladitos se quedaron al escuchar los avisos de las llamas en el horizonte.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Él mismo ha lanzado la amenaza de que va a dejar suelto “al tigre”, o algo así, si no alcanza la victoria en las urnas. Es una bravata doblemente inquietante: presupone, por un lado, que nuestro sistema electoral no es confiable y, segundamente, que él mismo, el propio candidato de Morena, tiene una facultad descomunal (antes siquiera de haber alcanzado el poder): la de desatar la violencia en este país. O sea, que maneja, a su entero arbitrio, a millones de mexicanos: en cuanto él lo decida, dejará de controlarlos y entonces ellos se lanzarán a las calles a cometer desmanes, destrozos y saqueos. Digo, los tigres son animales feroces, ¿o no?
El espantajo de la violencia es uno de los más socorridos recursos de los fanáticos del populismo y los sectores más sectarios de nuestra izquierda trasnochada no han dejado de soñar con el estallido de una “revolución” armada que terminaría poniendo todas las cosas en su lugar: los inmisericordes explotadores del pueblo serían castigados, sus propiedades expropiadas y, al final, se instauraría un sistema de repartición universal de la riqueza en beneficio de las clases populares.
No es exactamente el plan personal de Obrador porque, miren ustedes, se ha rodeado de los mismísimos depredadores de siempre: sujetos como el mentado Napito, priistas de viejo cuño como Manuel Bartlett, panistas súbitamente trasmutados en luchadores sociales y empresarios tan oportunistas como los que ahora se benefician de su cercanía con el poder político. Gente del sistema, o sea.
Pero, nunca hay que desestimar la eficacia de una amenaza como la de incendiar este país, señoras y señores, por más que el desenlace preferible fuere ganar las elecciones por las buenas y, ya luego, acomodar en los mejores cargos públicos a esos seguidores que, por cierto, nunca han tenido un pelo de progresistas: por eso mismo, muy seguramente, es que tan calladitos se quedaron al escuchar los avisos de las llamas en el horizonte.
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