Sin Estado
La función básica del Estado es proveer seguridad y justicia a la población. Para eso construimos estructuras de poder desde hace algunos miles de años. Cuando el Estado no es capaz de hacerlo, lo demás deja de ser importante. Tanto la seguridad como la impartición de justicia dependen esencialmente de la fuerza. No es lo único que debe utilizarse, pero debe existir siempre como último recurso. La importancia de la fuerza, y la forma en que se aplica, depende mucho del tipo de Estado que se quiera tener. En una democracia, la fuerza sirve para garantizar que todos y cada uno de los habitantes se sujete a un conjunto de reglas que son aplicables de forma similar.

En el siglo XX, México no vivió en una democracia. Estrictamente hablando, México no conoció la democracia sino a partir de 1996. Por lo mismo, la idea de tener reglas parejas para todos es algo que no hemos asimilado. Hasta hace muy poco tiempo, las leyes sólo se aplicaban a ciertos grupos de población, y al interior de cada uno de ellos, la justicia se aplicaba de forma discrecional, haciendo uso de las relaciones con el poder que cada uno tenía. El último recurso era la palabra presidencial. Era un régimen autoritario.

En democracia, es necesario que existan reglas aplicables a todos, y es necesario que todos se sujeten a ellas. Para lograrlo, hay que castigar a quien no las cumple. Si quiere abundar en el por qué, le recomiendo el libro de Kahnemann, “Pensar rápido, Pensar despacio”. Pero los mexicanos no sabemos hacer eso. No lo habíamos hecho nunca, y no hemos aprendido. Lo que hacíamos antes era negociar soluciones, intercambiando favores o dinero. Eso es exactamente la corrupción de la que hoy se quejan todos, y con justa razón. En democracia, la corrupción es un problema mayor, porque impide que las reglas se apliquen de manera pareja, y con ello se mina la esencia del sistema político.

Aplicar las leyes, las reglas parejas para todos, exige cuerpos especializados: seguridad pública, impartición y administración de justicia, readaptación social y castigo. Pues como eso no se requería, no lo teníamos en 1996. Y de entonces para acá, prácticamente no hemos mejorado. En buena medida, porque le dedicamos muy poco dinero. Le recuerdo que en seguridad, justicia y defensa, México es posiblemente el país que menos invierte: apenas 1.4% del PIB, frente al 4% de los países europeos, 5% en Estados Unidos, 6% en Colombia.

Pero más allá de que debamos incrementar significativamente lo que invertimos en estos rubros (y que además lo hagamos bien), hay un punto de arranque que es fundamental. Si queremos vivir en democracia, entonces tenemos que aceptar que haya reglas iguales para todos, y cuerpos especializados en aplicarlas. Si lo que promovemos son reglas diferentes para distintos grupos de la sociedad, si insistimos en sobajar a los responsables de seguridad pública, si mantenemos la procuración de justicia subordinada al poder, y al resto de la cadena judicial limitada de recursos, entonces tenemos que aceptar que la democracia no es lo nuestro.

La experiencia democrática de México es muy reducida. Apenas 20 años, y no de manera homogénea en el territorio. No olvide que la presencia de caciques en el sur del país, por no mencionar los “usos y costumbres”, es esencialmente antidemocrática. No olvide que, en México, el sindicalismo corporativo fue un pilar del autoritarismo del siglo XX.

En pocas palabras: hay propuestas para enfrentar inseguridad y corrupción que sólo pueden funcionar si la democracia deja de existir. Sí se puede tener democracia, seguridad y castigo a los corruptos, pero eso implica invertir tiempo y recursos. No sé si eso quieren los mexicanos.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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