Tres, todavía
Tres semanas, tres debates. Tres décadas, también. Tres candidatos, tres opciones, tres maneras distintas de resolver problemas complejos, tres visiones de país completamente distintas.

Tres, en todo; tres, nada más. Tres semanas, que para cambiar una elección a unos parecen pocas, y a otros insuficientes. Insuficientes, casi tanto como lo son tres debates para poder llegar a analizar, a profundidad, las propuestas de tres candidatos —descontando, por supuesto, al de opereta— que no entienden la carrera presidencial sino como una sucesión de golpes de efecto sin sentido. Frases, desplantes, cartulinas: cero argumentos.

Tres semanas en las que, sin dudarlo, todo puede pasar: basta con que el puntero en las encuestas se distraiga de su discurso de amor y paz, y demuestre su verdadera vocación a la violencia, para que el discurso que ha elaborado durante años se descarrile en un instante. Basta, también, con que sus adversarios continúen por la línea que sus adversarios han sabido capitalizar.

Tres décadas, también. Las propuestas que el candidato populista plantea, como solución a los problemas que enfrenta la patria, podrían haber sido válidas hace treinta años pero, en el contexto actual, no hacen sentido en absoluto: el mero desarrollo tecnológico —y la consecuente interdependencia de las transacciones comerciales— convierte a las cadenas productivas basadas en la autosuficiencia en un modelo de negocio destinado al fracaso. Las propuestas de López Obrador son obsoletas, y no se adaptan a la realidad de un mundo que no ha logrado entender desde su perspectiva de los años ochenta. Más allá de su absoluto desconocimiento de los temas relevantes en la agenda internacional, la poca visión de sus planteamientos —en lo nacional— constituye un obstáculo para cualquier negociación. Exactamente como Donald Trump, aunque con la aclaración de que Trump ganó, pero no es ejemplo.

O sí lo es, de alguna manera. Donald Trump no tenía experiencia para gobernar, pero logró unificar una causa que supo representar como legítima para los grupos más reaccionarios de su propia sociedad, a pesar de que sus valores fueran diametralmente diferentes. Una causa que, en el caso de Andrés Manuel, además adolece de opacidad: Trump está respaldado por una ideología —al menos— objetivismo y cavernaria: quienes rodean a Andrés Manuel pertenecen a los grupos más opuestos entre sí y a los que les ha prometido lo mismo. El núcleo duro de Trump no difiere en mucho, además, del que explota nuestro Mesías Tropical. López Obrador ha hecho lo mismo que Trump, y a lo que en los Estados Unidos se le denomina como alt-right en nuestro país se le llama —de manera condenable, por supuesto— como pejezombie. Condenable, pero son lo mismo.

Tres candidatos, tres opciones. Tres maneras de resolver problemas complejos: dos candidatos dispuestos a tomar el toro por los cuernos, el tercero dispuesto a perdonar a quienes medran con el dolor de sus semejantes. Dos dispuestos a buscar mercados internacionales, el tercero queriendo mirarse el ombligo como cuando se proclamó presidente legítimo. Dos dispuestos a la creación de empleos, el otro provocando la falta de inversiones.

Tres visiones de país completamente distintas. México no puede cerrarse, no puede hacerlo en estos momentos: más allá de los insultos de Trump, y las descalificaciones de AMLO, la economía nacional depende, en buena medida, de nuestros tratados de libre comercio. Más allá de los crímenes que se hayan cometido, los delincuentes no pueden ser perdonados por la amnistía fruto del decreto de un populista. Más allá del deseo de encontrar petróleo tras excavar un pozo de agua, las cosas son más complejas. Más allá de que los maestros resientan injusticias, no pueden faltar a clases. Más allá de lo que Andrés Manuel quiera, habrá un país el 2 de julio que deberá seguir adelante. Y faltan tres semanas.


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