Un gobierno con complejo de inferioridad
Las primerísimas preguntas que te vienen a la cabeza, cuando adviertes el colosal descontento de los votantes, son: ¿qué fue lo que falló? ¿Cuál fue el gran fracaso? ¿Qué se hizo mal? Digo, después de todo, el sexenio comenzó bajo el signo de unas reformas que habrían de promover no sólo la modernización de México sino repercutir directamente en el bienestar de los ciudadanos. ¿Qué ocurrió entonces?

El paso del tiempo pondrá las cosas en su lugar y, cuando nos encontremos en el camino de vuelta —tras de comprobar, una vez más, que las promesas de ahora se volverán los incumplimientos del futuro—, nuestra mirada será diferente. Desde luego que no podemos saber, a estas alturas, si el impulso transformador de Enrique Peña perdurará como una realidad: Obrador avisa de que va a echar abajo las reformas y entonces no habremos conocido bondad alguna: será meramente la experiencia de un proceso interrumpido, un salto hacia atrás promovido por los políticos más conservadores, es decir, por aquellos que trafican interesadamente con la nostalgia de los tiempos idos. Un retorno a los orígenes teñido, encima, de oscuros rencores.

La receta es bien simple: el pasado se consagra como una mitología gloriosa y el presente se representa como una historia de pérdidas y despojos. Naturalmente, debe también existir un gran perpetrador de la expoliación. En su momento, el enemigo fue el “neoliberalismo”. Hoy, tenemos a la “mafia del poder”.

De cualquier manera, hay que consignar las fallas del “sistema”: muchos de los grandes problemas de México se han agravado exponencialmente. Bastaría con el espeluznante recrudecimiento de la inseguridad para condenar a nuestros actuales responsables políticos. Pero, al mismo tiempo, el Gobierno de Enrique Peña ha desplegado una asombrosa incompetencia propagandística: es una Administración de comunicadores mudos e indolentes, totalmente incapaces de explicar, de esclarecer y de informar, ya no digamos de convencer. El suceso de Ayotzinapa es, en este sentido, lapidariamente revelador: 43 muchachos fueron asesinados salvajemente por los sicarios de una organización criminal, en una entidad federativa gobernada por la oposición y en complicidad con un alcalde certificado por el mismísimo personaje que ahora pretende instaurar el idílico paraíso terrenal de la República “amorosa”. La atrocidad fue investigada, los culpables detenidos y los hechos acreditados por los expertos de la Fiscalía de la nación. Pues bien, el Gobierno de México no ha logrado siquiera validar sus propios quehaceres. Es más, cesó al procurador que llevó a buen término las indagatorias y, como si los procedimientos legales no tuvieran fuerza alguna —y como si se sintiera amedrentado por el avieso activismo de los agitadores y estuviere aquejado de un extrañísimo complejo de inferioridad—, le abrió la puerta a un grupo de peritos venidos del exterior, tan tendenciosos como alborotadores, que desconocieron de un plumazo el minucioso trabajo realizado por los forenses mexicanos. ¿Resultado? Pues, que “fue el Estado”, señoras y señores. Ahora mismo, los asesinos aparecen como víctimas a las que hubieran torturado para fabricar confesiones a modo y, tras la esperpéntica intervención del Primer Tribunal Colegiado del Decimonoveno Circuito, se va a crear una tal “Comisión de la Verdad” al tiempo que resuenan… ¡interrogantes sobre si fue el propio Peña Nieto quien mandó matar a los estudiantes!

Tampoco han podido los encargados de la comunicación oficial promover persuasivamente los logros del actual Gobierno, y esto a pesar de las carretadas de dineros públicos que se han gastado. Es más, es a Peña a quien se le carga el deslustre de “regañar a los mexicanos” cuando al hombre se le ocurre demandar que le sean reconocidos algunos resultados.

Así las cosas, los ciudadanos —entendiblemente desencantados y, además, movidos a la confrontación por un candidato muy versado en sembrar divisionismos y odios de clase— se dejan deslumbrar por la demagogia populista y se disponen a votar por quien promete soluciones fáciles a problemas dificilísimos.

Doble fracaso, por tanto, de un Gobierno que perdió la brújula de las grandes prioridades nacionales (el tema de la inseguridad merece una sentencia sin atenuante alguno) y que… tampoco supo hablarles a sus gobernados.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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