Ayer lunes, Alejandro Hope escribió un artículo explicando por qué la desaparición del CISEN, o su transformación en agencia de investigación asignada a Seguridad Pública, es una mala idea. Se confunde inteligencia civil con policiaca, y con ello se deja vulnerable al Estado frente a las amenazas tradicionales a su permanencia e integridad. También ayer Leonardo Curzio dedicó su espacio a criticar una decisión similar: la desaparición del Estado Mayor Presidencial, responsable de la seguridad del presidente, que hasta hoy ha hecho bien su trabajo. Como bien apunta, con la planteada desaparición se pone en riesgo al Estado, se asignan de forma ineficiente los recursos, y se destruyen instituciones sobre la base de la desconfianza.
Finalmente, Mauricio Merino llamaba la atención, también ayer, al desprecio con el que se refiere López Obrador hacia los funcionarios públicos, que en México no tienen garantía en su trabajo, y dependen más de los grupos políticos que de su propio desempeño. Y en esa misma línea, Juan Ignacio Zavala se preocupa por la actitud de quien ha sido nombrada como responsable de Función Pública, Irma Sandoval, que ha descalificado repetidamente a las personas que pronto tendrá que administrar.
La actitud de la administración que está por llegar (aunque parezca que ya ha llegado) no es razonable. Está marcada por dos fallas de inicio: la desconfianza y el mal diagnóstico. Permítame enfocarme en lo primero.
López Obrador es un político muy desconfiado, y todo indica que con el correr del tiempo las personas que lo rodean se han mimetizado. Tal vez por propia selección, tal vez por aprendizaje, pero sólo confían en sus “leales”. Este término es muy importante porque fue característica del sistema político mexicano, ése que resultó desplazado en los años ochenta y regresa ahora triunfante. En su lógica, la lealtad es la virtud más importante, casi única, que deben tener los políticos. Y lealtad se define como subordinación plena. Criticar al jefe es impensable, literalmente. No debe cruzar jamás por la mente de un acólito la posibilidad de que el líder se equivoque. Los pocos que quieren tener ideas, las van acomodando conforme el líder va externando las propias, que son las únicas que importan.
Esta posición provoca varios problemas. Se empieza por una actitud refractaria a la crítica, mucho más marcada de lo normal, incluso entre políticos. El líder ni siquiera tiene que responder opiniones diferentes de la suya, que para eso están los corifeos, que de inmediato abruman y descalifican cualquier opinión que no sea plenamente coincidente con las ideas de la administración (es decir, del líder mismo). El efecto de esta actitud, mientras se está en la oposición, es la construcción de una secta, pero al llegar al poder se convierte en un proceso de destrucción institucional, como el referido por los expertos mencionados. Y los costos de éste pueden ser muy elevados: en recursos, en organización, pero incluso en la estabilidad misma del Estado.
Priorizar la “lealtad” por sobre cualquier otra virtud tiene el riesgo adicional de construir equipos incompetentes. Y si bien esto ocurre en todos los sistemas políticos, hay niveles. El riesgo es más elevado en sistemas presidenciales que en los parlamentarios, por ejemplo, y en los primeros, depende mucho de la desconfianza del jefe de Estado. Si gusta un ejemplo, cosa de ver el gabinete de Trump y la forma como ha ido reduciendo el nivel de sus subordinados por pura desconfianza. Si prefiere ejemplos nacionales, revise los gabinetes de Echeverría y López Portillo, mucho más desconfiado el primero.
La secta es ahora gobierno, no se aceptan ideas diferentes. En caso de duda, destrúyase la institución.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
Finalmente, Mauricio Merino llamaba la atención, también ayer, al desprecio con el que se refiere López Obrador hacia los funcionarios públicos, que en México no tienen garantía en su trabajo, y dependen más de los grupos políticos que de su propio desempeño. Y en esa misma línea, Juan Ignacio Zavala se preocupa por la actitud de quien ha sido nombrada como responsable de Función Pública, Irma Sandoval, que ha descalificado repetidamente a las personas que pronto tendrá que administrar.
La actitud de la administración que está por llegar (aunque parezca que ya ha llegado) no es razonable. Está marcada por dos fallas de inicio: la desconfianza y el mal diagnóstico. Permítame enfocarme en lo primero.
López Obrador es un político muy desconfiado, y todo indica que con el correr del tiempo las personas que lo rodean se han mimetizado. Tal vez por propia selección, tal vez por aprendizaje, pero sólo confían en sus “leales”. Este término es muy importante porque fue característica del sistema político mexicano, ése que resultó desplazado en los años ochenta y regresa ahora triunfante. En su lógica, la lealtad es la virtud más importante, casi única, que deben tener los políticos. Y lealtad se define como subordinación plena. Criticar al jefe es impensable, literalmente. No debe cruzar jamás por la mente de un acólito la posibilidad de que el líder se equivoque. Los pocos que quieren tener ideas, las van acomodando conforme el líder va externando las propias, que son las únicas que importan.
Esta posición provoca varios problemas. Se empieza por una actitud refractaria a la crítica, mucho más marcada de lo normal, incluso entre políticos. El líder ni siquiera tiene que responder opiniones diferentes de la suya, que para eso están los corifeos, que de inmediato abruman y descalifican cualquier opinión que no sea plenamente coincidente con las ideas de la administración (es decir, del líder mismo). El efecto de esta actitud, mientras se está en la oposición, es la construcción de una secta, pero al llegar al poder se convierte en un proceso de destrucción institucional, como el referido por los expertos mencionados. Y los costos de éste pueden ser muy elevados: en recursos, en organización, pero incluso en la estabilidad misma del Estado.
Priorizar la “lealtad” por sobre cualquier otra virtud tiene el riesgo adicional de construir equipos incompetentes. Y si bien esto ocurre en todos los sistemas políticos, hay niveles. El riesgo es más elevado en sistemas presidenciales que en los parlamentarios, por ejemplo, y en los primeros, depende mucho de la desconfianza del jefe de Estado. Si gusta un ejemplo, cosa de ver el gabinete de Trump y la forma como ha ido reduciendo el nivel de sus subordinados por pura desconfianza. Si prefiere ejemplos nacionales, revise los gabinetes de Echeverría y López Portillo, mucho más desconfiado el primero.
La secta es ahora gobierno, no se aceptan ideas diferentes. En caso de duda, destrúyase la institución.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.