Me pregunto qué podrá todavía hacer Enrique Peña, en estos interminables cinco meses que restan para que su sucesor tome el cargo. Vaya situación tan incómoda para el actual presidente de México, aparte de dañina a la vida pública de la nación. Constatamos, una vez más, el absurdo diseño de un aparato institucional que nos receta, entre otras cosas, larguísimas campañas electorales, sobrepobladas asambleas en nuestro Congreso bicameral, necias ordenanzas, ridículas interdicciones (lo de la mentada “ley seca”, para mayores señas, que no sólo se aplica el día de las votaciones sino que entra en vigor 24 horas antes) e incomprensibles plazos.
Pero ¿quién cambia todo esto? ¿Lo podría hacer Obrador, con los ilimitados poderes que le otorgaron los mexicanos en su enfado con el actual “sistema”? ¿Le interesaría, por ejemplo, acortar la campaña presidencial, reducir el número de senadores, limitar las propagandas a los tiempos que Morena, el PAN, el PRD o el moribundo PRI puedan pagar de sus bolsillos (en vez de expropiar los segmentos publicitarios de los concesionarios de la radio y la televisión), utilizar en el combate a la pobreza los ingentes recursos que el erario regala a los partidos políticos y quitar los múltiples sobresueldos a los “representantes populares” en lugar de castigar las finanzas personales de los futuros funcionarios de su Administración?
Y es que, miren ustedes, nuestra rabia ciudadana no se dirige hacia el jefe de departamento de una subsecretaría o al oficial mayor, digamos, de nuestro ministerio de Exteriores que, como tantísimos otros empleados públicos, conllevan larguísimas jornadas laborales al punto de sacrificar por completo su vida familiar (precisamente por lo enredoso de una burocracia de usos esperpénticos, cuando no desaforadamente imbéciles), sino que el enojo que tenemos nos lo atizan los vividores de la politiquería, esos diputados y esos augustos tribunos de la Cámara-un-poco-menos-Baja que se arrogan, por sus pistolas, abusivas prebendas, perpetuas vacaciones y jugosas canonjías. Y, encima, sin legislar ordenanzas sensatas que nos beneficien directamente a los ciudadanos.
Por ahí pudiere comenzar Obrador su gran transformación. ¿Lo hará?
revueltas@mac.com
Pero ¿quién cambia todo esto? ¿Lo podría hacer Obrador, con los ilimitados poderes que le otorgaron los mexicanos en su enfado con el actual “sistema”? ¿Le interesaría, por ejemplo, acortar la campaña presidencial, reducir el número de senadores, limitar las propagandas a los tiempos que Morena, el PAN, el PRD o el moribundo PRI puedan pagar de sus bolsillos (en vez de expropiar los segmentos publicitarios de los concesionarios de la radio y la televisión), utilizar en el combate a la pobreza los ingentes recursos que el erario regala a los partidos políticos y quitar los múltiples sobresueldos a los “representantes populares” en lugar de castigar las finanzas personales de los futuros funcionarios de su Administración?
Y es que, miren ustedes, nuestra rabia ciudadana no se dirige hacia el jefe de departamento de una subsecretaría o al oficial mayor, digamos, de nuestro ministerio de Exteriores que, como tantísimos otros empleados públicos, conllevan larguísimas jornadas laborales al punto de sacrificar por completo su vida familiar (precisamente por lo enredoso de una burocracia de usos esperpénticos, cuando no desaforadamente imbéciles), sino que el enojo que tenemos nos lo atizan los vividores de la politiquería, esos diputados y esos augustos tribunos de la Cámara-un-poco-menos-Baja que se arrogan, por sus pistolas, abusivas prebendas, perpetuas vacaciones y jugosas canonjías. Y, encima, sin legislar ordenanzas sensatas que nos beneficien directamente a los ciudadanos.
Por ahí pudiere comenzar Obrador su gran transformación. ¿Lo hará?
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Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.