La dicha efímera de un Mundial
No puedo casi imaginar mayor placer terrenal que un Mundial de futbol. Qué dicha suprema, señoras y señores. Lo más disfrutable sería, tal vez, la fase de grupos, ese festín de partidos en el que todo es aún posible y los sueños más arrebatados tienen cabida. ¿No nos ilusionábamos los mexicanos, tras la brillante victoria ante los alemanes, en lograr la mismísima copa de campeones? ¿No decían los jugadores que iban a traer el título a casa? ¿No festejamos los aficionados ese único encuentro como si hubiéramos conquistado la gran final?

Los días pasan, sin embargo, y los equipos van cayendo inexorablemente, uno a uno, en un implacable ritual de ejecuciones capitales, de derrotas sin mañana alguno. Y ahí, lo que era esperanza se vuelve amargura, las lágrimas ruedan sin disimulo alguno y los antiguos héroes recobran su condición de simples mortales. Se reparten culpas, además, en una oleada recriminatoria que alcanza dimensiones existenciales en tanto que se llega a cuestionar hasta la mismísima identidad nacional.

Mirando a los demás competidores, imaginamos exóticas idiosincrasias y atribuimos extrañas cualidades, o visibles taras, a pueblos enteros. En un primer momento, el fracaso ajeno nos consuela pero luego nos hermana con los demás: nos lleva a descubrir que nuestras debilidades son universales y que cualquiera, venga de donde venga, falla un penalti.

Quisiéramos llegar a contemplarnos, un día, en el espejo de los triunfadores pero un Mundial es, en realidad, un festival de derrotas colectivas. Todos, menos uno, terminan por perder.

El famoso quinto partido que no alcanzamos los mexicanos se ha vuelto la madre de nuestras aspiraciones futbolísticas y, a la vez, una suerte de oscura maldición que se conecta con el insidioso derrotismo que nos ahoga pero que, llegado el caso de las ocasionales victorias, se trasmuta en una desmesurada celebración patriotera. Vaya paradoja.

La cancha es un escenario único y grandioso de pasiones humanas. Es también el territorio privilegiado de los talentosos aunque al final lloran también los perdedores. Acontecen allí historias de fingimientos y se escenifican dramas efímeros cuyo desenlace se tramita con una simple tarjeta de amonestación. Bendito, maravilloso futbol…

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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