La verdad, en estos tiempos, ha dejado de ser un valor reconocido —una referencia obligada— y su lugar es ocupado por un nefario universo de adjetivos inmoderados, arbitrarios y mayormente afrentosos.
La insolencia, antaño reservada a los individuos más zafios, se ha vuelto una práctica corriente, celebrada jacarandosamente por un público que, a la vez, se arroga de manera selectiva el derecho a declararse agraviado por cualquier nimiedad y, ya instalado en el papel del sujeto al que han ofendido mortalmente, procede él mismo a soltar no sólo los consabidos denuestos sino hasta amenazas.
Así de contradictoria es ahora nuestra sociedad: oscila entre unas extremadas violencias verbales y un puritanismo cada vez más avasallador: los nuevos inquisidores no parecen inquietarse demasiado frente al fenómeno de la posverdad pero están perfectamente dispuestos a entremeterse hasta en los más recónditos espacios de la libertad personal para prohibir, censurar y condenar moralmente cualquier manifestación que les sea mínimamente desagradable, cualquier expresión que resulte contraria a sus inamovibles creencias y cualquier cuestionamiento a unos dogmas que ellos elevan a la categoría de revelaciones absolutas.
Ahora bien, lo más estremecedor, en este entorno de calculadas tergiversaciones y abusivos dictámenes, es el advenimiento de unos demagogos autoritarios que, sin sentirse llevados a guardar el natural comedimiento de los demócratas de vocación, ejercen su liderazgo político sirviéndose precisamente de la mentira y los infundios para imponer a los demás su muy personalísima visión de las cosas y satisfacer sus ambiciones de poder: no es nada sorprendente que Trump, uno de los personajes que entran de lleno en la categoría de estos nuevos todopoderosos, sea un mentiroso contumaz ni que Daniel Ortega invoque el espantajo del “golpismo” para desprestigiar a los ciudadanos que ya no desean sobrellevar las durezas de su dictadura en Nicaragua.
El poder engaña, desde luego; el poder oculta; el poder disimula. Esto es otra cosa, sin embargo: aquí no hay un mero escamoteo de información o el acostumbrado maquillaje de cifras sino que las acusaciones son declaradamente tremebundas y sin derecho alguno de réplica. Es un mundo de opositores malos y seguidores buenos en el que los primeros alcanzan la condición de enemigos declarados de una causa previamente ennoblecida, también, a punta de engañifas y exageraciones.
Así, quien pudiere impugnar el simple hecho de que un caudillo “revolucionario” —de cepa sandinista, bolivariana, castrista o lo que fuere— se eternice en el poder y que reprima ferozmente a los posibles opositores para reinar a sus anchas, a ése no se le concede la calidad de un luchador social —valiente y hasta heroico, además, porque se enfrenta a un sistema despótico— sino que se le califica de “traidor”, para empezar, y se le sobrepone luego la retahíla de epítetos que acostumbran los tiranos de nuestro subcontinente: “lacayo del imperialismo yanqui”, “enemigo de la revolución”, “golpista”, “emisario de la burguesía”…
Es el mundo al revés, señoras y señores: el dictador denuncia la ilegitimidad de un “golpe de Estado” —totalmente inexistente— como si su imperio no resultara de la programada destrucción de las instituciones democráticas de una nación; el caudillo intolerante consigna la “carrazón” de los demás sin advertir su propia intransigencia; el populista de derechas acusa a los medios de propalar “noticias falsas” siendo que él es el primerísimo en pregonar falsedades; y, sobre todo, los más autocráticos, esos que llevan años enteros en el poder sin que se avizore alternancia alguna en el horizonte (a eso se reduce todo, miren ustedes, a seguir mandando en permanencia y de ahí, de la circunstancia incontestable de que aspiran a detentar un poder absoluto sin traspasarlo democráticamente, tendría que derivarse una desconfianza primigenia y radical hacia ellos: no son salvadores de la patria ni propugnan el bienestar del pueblo: son meros dictadorzuelos narcisistas enfermos de autoridad), son los que más sonoras voces levantan cuando la gente comienza a pedir que se vayan a casa.
Trump, a pesar de todos los pesares, va a dejar un día la presidencia de los Estados Unidos. Maduro y Ortega seguirán allí, matando estudiantes, agenciándose unas riquezas nacionales cada vez más exiguas, hambreando a sus poblaciones y cancelando libertades.
Eso sí, no les faltarán adjetivos para maquillar la realidad.
revueltas@mac.com
La insolencia, antaño reservada a los individuos más zafios, se ha vuelto una práctica corriente, celebrada jacarandosamente por un público que, a la vez, se arroga de manera selectiva el derecho a declararse agraviado por cualquier nimiedad y, ya instalado en el papel del sujeto al que han ofendido mortalmente, procede él mismo a soltar no sólo los consabidos denuestos sino hasta amenazas.
Así de contradictoria es ahora nuestra sociedad: oscila entre unas extremadas violencias verbales y un puritanismo cada vez más avasallador: los nuevos inquisidores no parecen inquietarse demasiado frente al fenómeno de la posverdad pero están perfectamente dispuestos a entremeterse hasta en los más recónditos espacios de la libertad personal para prohibir, censurar y condenar moralmente cualquier manifestación que les sea mínimamente desagradable, cualquier expresión que resulte contraria a sus inamovibles creencias y cualquier cuestionamiento a unos dogmas que ellos elevan a la categoría de revelaciones absolutas.
Ahora bien, lo más estremecedor, en este entorno de calculadas tergiversaciones y abusivos dictámenes, es el advenimiento de unos demagogos autoritarios que, sin sentirse llevados a guardar el natural comedimiento de los demócratas de vocación, ejercen su liderazgo político sirviéndose precisamente de la mentira y los infundios para imponer a los demás su muy personalísima visión de las cosas y satisfacer sus ambiciones de poder: no es nada sorprendente que Trump, uno de los personajes que entran de lleno en la categoría de estos nuevos todopoderosos, sea un mentiroso contumaz ni que Daniel Ortega invoque el espantajo del “golpismo” para desprestigiar a los ciudadanos que ya no desean sobrellevar las durezas de su dictadura en Nicaragua.
El poder engaña, desde luego; el poder oculta; el poder disimula. Esto es otra cosa, sin embargo: aquí no hay un mero escamoteo de información o el acostumbrado maquillaje de cifras sino que las acusaciones son declaradamente tremebundas y sin derecho alguno de réplica. Es un mundo de opositores malos y seguidores buenos en el que los primeros alcanzan la condición de enemigos declarados de una causa previamente ennoblecida, también, a punta de engañifas y exageraciones.
Así, quien pudiere impugnar el simple hecho de que un caudillo “revolucionario” —de cepa sandinista, bolivariana, castrista o lo que fuere— se eternice en el poder y que reprima ferozmente a los posibles opositores para reinar a sus anchas, a ése no se le concede la calidad de un luchador social —valiente y hasta heroico, además, porque se enfrenta a un sistema despótico— sino que se le califica de “traidor”, para empezar, y se le sobrepone luego la retahíla de epítetos que acostumbran los tiranos de nuestro subcontinente: “lacayo del imperialismo yanqui”, “enemigo de la revolución”, “golpista”, “emisario de la burguesía”…
Es el mundo al revés, señoras y señores: el dictador denuncia la ilegitimidad de un “golpe de Estado” —totalmente inexistente— como si su imperio no resultara de la programada destrucción de las instituciones democráticas de una nación; el caudillo intolerante consigna la “carrazón” de los demás sin advertir su propia intransigencia; el populista de derechas acusa a los medios de propalar “noticias falsas” siendo que él es el primerísimo en pregonar falsedades; y, sobre todo, los más autocráticos, esos que llevan años enteros en el poder sin que se avizore alternancia alguna en el horizonte (a eso se reduce todo, miren ustedes, a seguir mandando en permanencia y de ahí, de la circunstancia incontestable de que aspiran a detentar un poder absoluto sin traspasarlo democráticamente, tendría que derivarse una desconfianza primigenia y radical hacia ellos: no son salvadores de la patria ni propugnan el bienestar del pueblo: son meros dictadorzuelos narcisistas enfermos de autoridad), son los que más sonoras voces levantan cuando la gente comienza a pedir que se vayan a casa.
Trump, a pesar de todos los pesares, va a dejar un día la presidencia de los Estados Unidos. Maduro y Ortega seguirán allí, matando estudiantes, agenciándose unas riquezas nacionales cada vez más exiguas, hambreando a sus poblaciones y cancelando libertades.
Eso sí, no les faltarán adjetivos para maquillar la realidad.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.