Nueva época
Ha llegado el momento de revisar lo que realmente significa la elección del domingo pasado. Hemos dicho que cerró el tercer intento de modernización del país, porque se trata de una reconfiguración política muy profunda. Una nueva época, pues.

La que termina inició en 1986, cuando México ingresó al GATT, y se rompió la gran alianza interna del PRI, provocando la salida de un grupo, llamado entonces la “corriente democratizadora”, que en 1988 participa en las elecciones utilizando tres partidos ahora inexistentes, llevando como candidato a Cuauhtémoc Cárdenas. Esa elección nunca pudo contarse bien, y es posible que la haya ganado Carlos Salinas, como se decidió oficialmente, pero no lo supimos con certeza. Al año siguiente, se funda el PRD con esos expriistas más prácticamente todos los grupos de izquierda del país. El Nacionalismo Revolucionario se concentra en ese partido y disputa con los tecnócratas tanto el alma del PRI como el poder político. Esa disputa es lo que abre el espacio para que Acción Nacional se convierta en una opción real, a pesar de tener una presencia muy limitada en el sur del país.

Al romperse el centro hegemónico que fue el PRI hasta 1986, iniciamos una nueva época que desde 1996 puede llamarse, sin dudas, democrática. Se contaban los votos, había equilibrios y contrapesos, y desapareció el poder casi omnímodo del presidente. Con ello, surgieron muchos pequeños poderes: gobernadores, líderes en el Congreso, sindicatos independizados del corporativismo oficial, empresarios por fin autónomos y, eventualmente, el crimen organizado. El desfase entre el cambio político y la construcción institucional nos dejó sin Estado, de forma que ni seguridad ni justicia pudieron garantizarse. Aunque muchos afirmen que la causa de la violencia es la “guerra contra el narcotráfico”, anunciada en diciembre de 2006, sigo convencido de que no es así: es resultado del derrumbe institucional, y su origen data de febrero de 2008.

Además de este proceso, en la época que ha terminado tuvimos una transformación económica extraordinaria. De ser uno de los países más cerrados del mundo a inicios de los ochenta, nos convertimos en uno de los más abiertos, con un volumen de comercio exterior equivalente al de toda América Latina sumada. La transformación es evidente en la mitad norte del país, pero prácticamente inexistente en el sur, que siguió el rumbo de estancamiento previo, ampliando la diferencia entre ambas regiones de manera muy marcada. Esa realidad económica tenía un reflejo muy claro en la política: en la mitad sur, la disputa era entre PRI y PRD, en el norte, entre PRI y PAN.

La segunda oportunidad que los mexicanos le dieron al PRI en 2012 pareció gran idea con el Pacto por México, que permitió una segunda ola de reformas estructurales muy prometedora. Sin embargo, la naturaleza del PRI del Estado de México destruyó todo. No sólo fueron incapaces de acelerar el proceso institucional para garantizar seguridad y justicia, lo frenaron. Y la ola de corrupción que permitieron, o de la que se beneficiaron, terminó por hartar a los mexicanos. Si sumamos a eso el fenómeno global “iliberal”, la avalancha del domingo se explica creo que por completo.

Hoy, otra vez, hay carro completo. Morena y aliados tienen más de la mitad de ambas Cámaras, y pueden construir una mayoría calificada con poco esfuerzo (precisamente jalando unos pocos priistas y perredistas más). Tienen también más de la mitad de los Congresos locales. López Obrador tendrá la Constitución en sus manos a partir de septiembre, y buena parte de los gobernadores, que perdieron todo poder político en esta elección, sabrán subordinarse.

Políticamente, regresamos a un tiempo anterior a 1986.

Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.


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