Como veíamos ayer, las leyes laborales en México se utilizaron como instrumentos de control político, a través de los sindicatos que eran uno de los pilares corporativos del régimen autoritario. Al funcionar de esta manera, dejaron fuera del mercado a millones de mexicanos. Hoy nos quejamos (con razón) de que más de la mitad de los trabajadores en México no tengan seguridad en su empleo ni prestaciones, pero antes eran muchos más. Hasta 1960, por ejemplo, 90% de los trabajadores era informal, 80% si contamos a los del gobierno como formales. En la década de los setenta, sólo 3 de cada 10 eran formales.
La exclusión de todas estas personas no parece ser recordada por quienes creen que en esos años se vivía mejor en México. Y puede ser que su memoria sea correcta, no los veían: en esa época la gran mayoría de los mexicanos vivía en el campo, y los que estaban en las ciudades, sin empleo formal, vivían en zonas alejadas y depauperadas. Mucho peor de cualquier cosa que pueda usted ver hoy.
Pero el tema que nos interesa es cómo se produjo esta exclusión. Ocurrió por buenas intenciones y control corporativo, le decía. Se quería al mismo tiempo ofrecer prestaciones estilo europeo (salud, seguridad social, garantía de empleo) y aprovechar los votos y capacidad de control de los sindicatos. Mantener esas prestaciones cuesta el equivalente al 30% del salario del trabajador, aunque hace décadas que lo que recibe a cambio sea muy inferior a ese costo. Del otro lado, para garantizar el control, se fuerza a la empresa a mantener al trabajador, o pagar muy caro si desea deshacerse de él.
La combinación del gran crecimiento poblacional de los 60 y 70 con las crisis económicas de 76, 82 y 86, más la tradicional incapacidad del Estado para hacer cumplir la ley, dieron como resultado un mercado paralelo. Las empresas “contratan” informales, que no tienen que pagar el 30% por prestaciones, y los sindicatos se hicieron pequeños, perdiendo el control corporativo, hasta la práctica desaparición del PRI. Pero ésta es una solución muy costosa: las empresas son improductivas, los trabajadores no tienen prestaciones (o las tienen limitadas, como el Seguro Popular; o reducidas, como la pensión a Adultos Mayores), y ni siquiera logramos construir ciudadanía en esos años.
Creo que si tratáramos de entender los problemas de empleo y salario desde esta perspectiva tendríamos mejores resultados que si centramos la discusión, como se hizo en años recientes, en subir el salario mínimo. De hecho, subir el mínimo lo que provoca es ampliar los daños de estas estructuras laborales que incentivan la informalidad: cuesta más el despido, cuestan más las prestaciones (sin que mejoren), es mayor la distancia en el costo de inspección a las empresas grandes y formales frente a las pequeñas e informales, etc.
La intervención del gobierno en la economía no es un asunto neutral. Las disposiciones no tienen como resultado una simple transferencia de recursos de cuentas privadas a públicas y de ahí al bienestar. Al modificar los precios relativos, alteran las decisiones de las personas, que no son tontas, y buscan obtener la mejor combinación posible dadas sus circunstancias: contratan a destajo, pagan en efectivo, sobornan al inspector (si acaso pasa), y aprovechan todas las becas, subsidios o apoyos que el gobierno les ofrezca. Al mismo tiempo, el costo para quienes cumplen las leyes es cada vez mayor, de manera que su número se reduce.
Pero tal vez ésta sea también una estrategia de control político. Ya no corporativamente a través de sindicatos, sino directamente a través de esas becas, subsidios y apoyos. El efecto negativo sobre la productividad será mucho más acelerado, eso sí.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.
La exclusión de todas estas personas no parece ser recordada por quienes creen que en esos años se vivía mejor en México. Y puede ser que su memoria sea correcta, no los veían: en esa época la gran mayoría de los mexicanos vivía en el campo, y los que estaban en las ciudades, sin empleo formal, vivían en zonas alejadas y depauperadas. Mucho peor de cualquier cosa que pueda usted ver hoy.
Pero el tema que nos interesa es cómo se produjo esta exclusión. Ocurrió por buenas intenciones y control corporativo, le decía. Se quería al mismo tiempo ofrecer prestaciones estilo europeo (salud, seguridad social, garantía de empleo) y aprovechar los votos y capacidad de control de los sindicatos. Mantener esas prestaciones cuesta el equivalente al 30% del salario del trabajador, aunque hace décadas que lo que recibe a cambio sea muy inferior a ese costo. Del otro lado, para garantizar el control, se fuerza a la empresa a mantener al trabajador, o pagar muy caro si desea deshacerse de él.
La combinación del gran crecimiento poblacional de los 60 y 70 con las crisis económicas de 76, 82 y 86, más la tradicional incapacidad del Estado para hacer cumplir la ley, dieron como resultado un mercado paralelo. Las empresas “contratan” informales, que no tienen que pagar el 30% por prestaciones, y los sindicatos se hicieron pequeños, perdiendo el control corporativo, hasta la práctica desaparición del PRI. Pero ésta es una solución muy costosa: las empresas son improductivas, los trabajadores no tienen prestaciones (o las tienen limitadas, como el Seguro Popular; o reducidas, como la pensión a Adultos Mayores), y ni siquiera logramos construir ciudadanía en esos años.
Creo que si tratáramos de entender los problemas de empleo y salario desde esta perspectiva tendríamos mejores resultados que si centramos la discusión, como se hizo en años recientes, en subir el salario mínimo. De hecho, subir el mínimo lo que provoca es ampliar los daños de estas estructuras laborales que incentivan la informalidad: cuesta más el despido, cuestan más las prestaciones (sin que mejoren), es mayor la distancia en el costo de inspección a las empresas grandes y formales frente a las pequeñas e informales, etc.
La intervención del gobierno en la economía no es un asunto neutral. Las disposiciones no tienen como resultado una simple transferencia de recursos de cuentas privadas a públicas y de ahí al bienestar. Al modificar los precios relativos, alteran las decisiones de las personas, que no son tontas, y buscan obtener la mejor combinación posible dadas sus circunstancias: contratan a destajo, pagan en efectivo, sobornan al inspector (si acaso pasa), y aprovechan todas las becas, subsidios o apoyos que el gobierno les ofrezca. Al mismo tiempo, el costo para quienes cumplen las leyes es cada vez mayor, de manera que su número se reduce.
Pero tal vez ésta sea también una estrategia de control político. Ya no corporativamente a través de sindicatos, sino directamente a través de esas becas, subsidios y apoyos. El efecto negativo sobre la productividad será mucho más acelerado, eso sí.
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.
Publicado originalmente en El Financiero.