Estando las cosas como están, las políticas públicas deberían de estar principalmente dirigidas a resolver el espeluznante tema de la inseguridad en este país. Sin seguridad no hay crecimiento ni inversión ni empleos ni oportunidades ni futuro. Así de simple. La gente deja de trabajar en sus negocios, cierra sus comercios, ya no frecuenta lugares de entretenimiento y termina por abandonar de plano sus comunidades. Estamos hablando, sobre todo, de los mexicanos que se encuentran en un estado de extrema indefensión por no contar con los medios para protegerse: el tendero de la esquina, el dueño de la pequeña tintorería del barrio, el trabajador que se desplaza desde la periferia en un desvencijado microbús, la dueña de la tortillería, el pequeño agricultor… Personas, todas ellas, que afrontan de pronto una circunstancia de absoluto desamparo cuando las atracan en el transporte público o se les aparecen unos sujetos en el changarro para exigirles una exorbitante paga semanal. Quienes conllevan en primerísimo lugar las atroces durezas de la criminalidad son los pobres, señoras y señores, no esos “ricos y poderosos” parapetados en sus mansiones y escoltados por guardaespaldas armados cada vez que deciden aventurarse por las calles de la ciudad.
Ahora bien, la gran disyuntiva que enfrentan los Gobiernos es dedicar —a una cosa o la otra—unos recursos fatalmente limitados. Ése es el dilema de siempre de los administradores de los caudales del erario. Pregúntenle ustedes a cualquier gobernador de una entidad federativa —por no hablar de los presidentes municipales, permanentemente atenazados por la precariedad presupuestal— cuál viene siendo el problema más determinante de su encargo y responderán con una palabra: el dinero. O, más bien, la crónica falta de recursos para dedicarlos a necesidades urgentísimas, compromisos adquiridos, proyectos, exigencias de los ciudadanos o mero pago de las deudas contraídas por sus antecesores.
La opinión pública no parece registrar esta realidad y una gran mayoría de nuestros compatriotas cultiva con fascinación la fantasía de que el Estado posee arcas rebosantes de inagotables riquezas y que las evidentísimas carencias que sobrellevamos resultan de la corrupción vernácula. Y, es cierto que las raterías de los politicastros y sus cómplices son escandalosas pero vienen siendo todavía mucho más agraviantes por ocurrir, justamente, en un entorno de consustancial precariedad.
En fin, pudiéramos tal vez haber alcanzado, gracias al petróleo, el sueño de esa grandeza que nos espera desde siempre —la sempiterna promesa de un destino esplendoroso para la nación mexicana— pero las cosas son lo que son y la estrechez es el sello que ha marcado desde sus orígenes las finanzas del Estado mexicano. Ahora mismo, Obrador y sus allegados se están enterando de que los dineros del erario no van a alcanzar —una vez más, comprobamos que todo se reduce a eso, a disponer de la plata suficiente— para llevar a cabo sus propósitos y nos preguntamos, por lo tanto, si se cancelarán muchos de los proyectos prometidos o si el país se va a precipitar en una espiral de endeudamiento.
Estas observaciones sobre la finitud del dinero público vienen al caso cuando adviertes simplemente que el combate a la inseguridad necesita de ingentes recursos y cuando percibes, a la vez, que los Gobiernos de México no parecen haber tomado conciencia de que un problema tan descomunal necesitaría de… ¡más dinero! Dinero para crear más plazas de policías ministeriales, para formar a una verdadera policía científica, para adiestrar y ofrecer buenas condiciones de trabajo a los cuerpos policiacos municipales, para capacitar a los agentes del Ministerio Público, para equipar a las fuerzas de seguridad de armamentos modernos y poderosos, para sanear las prisiones, para construir más centros de detención, para adquirir vehículos, para aumentar el número de guardias, etcétera, etcétera, etcétera. Cuestión de redefinir las prioridades, vamos, y de concentrar los esfuerzos en este rubro apremiante e inaplazable.
Nos referimos a toda la estructura que se necesita para vigilar, prevenir, investigar, combatir y castigar, desde luego. Y, en este sentido, las inquietudes que tenemos sobre las futuras acciones del Gobierno son cada vez más grandes porque el signo que marca a la siguiente Administración parece ser el de una “tolerancia” mal entendida y aderezada, encima, de descalificaciones y recelos dirigidos a unas fuerzas de seguridad “represoras” y cuya misión no fuere salvaguardar el orden público ni amparar a los ciudadanos sino perpetuar a un “sistema” socialmente injusto.
Ya nos preocupaba la dejadez de los últimos Gobiernos en este renglón, por más que pretendieran ocuparse del asunto: nunca le dieron al problema la dimensión que tiene. O sea, que no se gastaron los miles y miles de millones de pesos que se necesitan para tener seguridad y justicia en México. Ahora, estamos más nerviosos todavía.
El “pueblo bueno” no es una entidad totalizadora: este país está también poblado de canallas sanguinarios, de individuos crueles y de sujetos peligrosísimos. Deben ser combatidos con toda la fuerza del Estado. Están más allá de las bellas palabras y de las sinfonías de Mozart. Es decir, se necesita dinero. Pero, dinero para aplicar la ley. Y, ya luego, cuando vivamos la serenidad de las calles seguras, comenzamos con las acciones sociales de prevención que quieran, y con todo lo demás. Primero, lo primero.
revueltas@mac.com
Ahora bien, la gran disyuntiva que enfrentan los Gobiernos es dedicar —a una cosa o la otra—unos recursos fatalmente limitados. Ése es el dilema de siempre de los administradores de los caudales del erario. Pregúntenle ustedes a cualquier gobernador de una entidad federativa —por no hablar de los presidentes municipales, permanentemente atenazados por la precariedad presupuestal— cuál viene siendo el problema más determinante de su encargo y responderán con una palabra: el dinero. O, más bien, la crónica falta de recursos para dedicarlos a necesidades urgentísimas, compromisos adquiridos, proyectos, exigencias de los ciudadanos o mero pago de las deudas contraídas por sus antecesores.
La opinión pública no parece registrar esta realidad y una gran mayoría de nuestros compatriotas cultiva con fascinación la fantasía de que el Estado posee arcas rebosantes de inagotables riquezas y que las evidentísimas carencias que sobrellevamos resultan de la corrupción vernácula. Y, es cierto que las raterías de los politicastros y sus cómplices son escandalosas pero vienen siendo todavía mucho más agraviantes por ocurrir, justamente, en un entorno de consustancial precariedad.
En fin, pudiéramos tal vez haber alcanzado, gracias al petróleo, el sueño de esa grandeza que nos espera desde siempre —la sempiterna promesa de un destino esplendoroso para la nación mexicana— pero las cosas son lo que son y la estrechez es el sello que ha marcado desde sus orígenes las finanzas del Estado mexicano. Ahora mismo, Obrador y sus allegados se están enterando de que los dineros del erario no van a alcanzar —una vez más, comprobamos que todo se reduce a eso, a disponer de la plata suficiente— para llevar a cabo sus propósitos y nos preguntamos, por lo tanto, si se cancelarán muchos de los proyectos prometidos o si el país se va a precipitar en una espiral de endeudamiento.
Estas observaciones sobre la finitud del dinero público vienen al caso cuando adviertes simplemente que el combate a la inseguridad necesita de ingentes recursos y cuando percibes, a la vez, que los Gobiernos de México no parecen haber tomado conciencia de que un problema tan descomunal necesitaría de… ¡más dinero! Dinero para crear más plazas de policías ministeriales, para formar a una verdadera policía científica, para adiestrar y ofrecer buenas condiciones de trabajo a los cuerpos policiacos municipales, para capacitar a los agentes del Ministerio Público, para equipar a las fuerzas de seguridad de armamentos modernos y poderosos, para sanear las prisiones, para construir más centros de detención, para adquirir vehículos, para aumentar el número de guardias, etcétera, etcétera, etcétera. Cuestión de redefinir las prioridades, vamos, y de concentrar los esfuerzos en este rubro apremiante e inaplazable.
Nos referimos a toda la estructura que se necesita para vigilar, prevenir, investigar, combatir y castigar, desde luego. Y, en este sentido, las inquietudes que tenemos sobre las futuras acciones del Gobierno son cada vez más grandes porque el signo que marca a la siguiente Administración parece ser el de una “tolerancia” mal entendida y aderezada, encima, de descalificaciones y recelos dirigidos a unas fuerzas de seguridad “represoras” y cuya misión no fuere salvaguardar el orden público ni amparar a los ciudadanos sino perpetuar a un “sistema” socialmente injusto.
Ya nos preocupaba la dejadez de los últimos Gobiernos en este renglón, por más que pretendieran ocuparse del asunto: nunca le dieron al problema la dimensión que tiene. O sea, que no se gastaron los miles y miles de millones de pesos que se necesitan para tener seguridad y justicia en México. Ahora, estamos más nerviosos todavía.
El “pueblo bueno” no es una entidad totalizadora: este país está también poblado de canallas sanguinarios, de individuos crueles y de sujetos peligrosísimos. Deben ser combatidos con toda la fuerza del Estado. Están más allá de las bellas palabras y de las sinfonías de Mozart. Es decir, se necesita dinero. Pero, dinero para aplicar la ley. Y, ya luego, cuando vivamos la serenidad de las calles seguras, comenzamos con las acciones sociales de prevención que quieran, y con todo lo demás. Primero, lo primero.
revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.