¿Por dónde empezar?
Una oleada de entusiasmo recorre el país. La gente está ilusionada con Obrador. Espera de él que consume el sueño de siempre: que México se vuelva una gran nación.

Los mexicanos nos creemos merecedores de otro destino; hemos esperado siempre el advenimiento de una realidad acorde a la visión que tenemos de un país rebosante de recursos naturales y riquezas inconmensurables. No nos hemos detenido, en esta apreciación de las cosas, a reflexionar sobre la propia condición de la prosperidad: el bienestar de los pueblos no suele resultar del petróleo que yace en las entrañas de su territorio ni de sus minas de diamantes ni de sus reservas carboníferas sino del conjunto de patrimonios acumulados por sus ciudadanos a lo largo de decenios enteros. Dicho de otra manera, la riqueza de un país es la riqueza de su gente. Y, en este sentido, no podemos hablar en lo absoluto de que seamos una nación mínimamente acomodada, por más que en una sociedad profundamente desigual la existencia de un sector muy boyante de la población nos coloque en la categoría de países de renta media.

Japón, la tercera potencia económica mundial, carece prácticamente de recursos naturales. Pero, el analfabetismo había sido ya erradicado en la nación nipona desde fines del siglo XIX. Alemania, ¿acaso exporta uranio, gas natural o maderas preciosas? Noruega, que sí es una potencia petrolífera, ha creado un fabuloso fondo soberano (de un billón de dólares) gracias, justamente, a los ingresos obtenidos de la venta de hidrocarburos. En México, mientras tanto, nuestra empresa petrolera paraestatal tiene una deuda casi impagable (más de dos billones de pesos) y de Venezuela, el país con las mayores reservas de carburante de todo el planeta, mejor no hablemos.

La riqueza de las naciones, entonces, no se deriva necesariamente de los recursos que atesora en el subsuelo o de las materias primas que exporta masivamente sino de procesos mucho más complejos que, a su vez, están ligados a la preeminencia de las instituciones en sus sociedades, al imperio de la ley, a la educación, al civismo de sus habitantes y a la existencia de contrapesos democráticos para prevenir el arribo de caudillos y nefastos demagogos.

Esto no parecemos saberlo los mexicanos. Por el contrario, nos solazamos en imaginar un país tan consustancialmente generoso que bastaría con administrarlo honestamente para repartir universalmente sus fabulosos provechos. Y sí, es cierto que México ha sido saqueado. No han sido extraterrestres, sin embargo, los perpetradores de la rapiña. Son compatriotas nuestros perfectamente identificables que te encuentras a lado en la mesa del restaurante o con quien departes amablemente en una reunión. Muchos de ellos, encima, se han sumado a las filas del gran movimiento político encabezado por el próximo presidente de la República y formarán parte del siguiente Gobierno. Les tocaría regenerarse, en verdad, para no contaminar las acciones que se van a emprender y no ser las frutas podridas del futuro gran proyecto de transformación nacional.

El tema es complejísimo, o sea: en primer lugar, las posibles abundancias de la nación no garantizan una automática transferencia de riqueza a los pobladores (aparte, no es tampoco tan evidente tal fortuna: gran parte de nuestro territorio es árido, no tenemos casi ríos navegables, las lluvias se limitan a una temporada anual, estamos separados de las costas por infranqueables cordilleras, etcétera, etcétera); segundamente, no hemos logrado instaurar un sistema de certezas jurídicas para garantizar con efectividad los derechos de las personas y la salvaguarda de sus bienes; terceramente, el fracaso del proyecto educativo nacional ha sido punto menos que estrepitoso y generaciones enteras de mexicanos carecen de la formación necesaria para afrontar las exigencias de la economía moderna; en cuarto lugar, sobrellevamos una cultura que propicia la corrupción a todos los niveles; y, finalmente, el mismísimo proceso hacia el desarrollo es desesperadoramente lento y son poquísimas las naciones que pueden jactarse de haber alcanzado niveles elevados de bienestar en pocas décadas (es decir, no sobran ejemplos como el de Corea del Sur).

Los retos de AMLO son descomunales. La esperanza de millones de mexicanos también es colosal. El futuro nos espera a todos, a la vuelta de la esquina.

P.S. Un abrazo a Carlos Marín, amigo muy querido.

revueltas@mac.com
Esta columna es publicada con la autorización expresa de su autor.


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