El precio (oculto) de votar
¿Quién vota en unas elecciones? ¿Votan los más inteligentes, los más sensatos y los más enterados? La pregunta viene mucho al caso porque los resultados de algunas grandes consultas celebradas en los últimos tiempos no tienen necesariamente buenas consecuencias para los ciudadanos.

Hay partidarios del Brexit, desde luego, y muchos de los protagonistas de la clase política británica podrán sustentar con muy encendidos argumentos su declarado propósito de que el Reino Unido no pertenezca ya a la Unión Europea. También tiene Trump sus seguidores, como los tuvo Hitler en su momento (sin que esto signifique una comparación entre los dos personajes ni mucho menos un pronóstico sobre el futuro de la democracia en los Estados Unidos).

Los londinenses, más conocedores de las cosas que sus compatriotas en las zonas rurales (otra aclaración: esta aseveración no es un denuesto sino la mera comprobación de que los individuos más informados —por las razones que fueren: por vivir en tal o cual lugar, por leer ensayos publicados por sociólogos o por preferir ciertos medios de comunicación en lugar de otros— son los menos influenciados por esa suerte de realidad paralela fabricada por los demagogos populistas) no desean dejar de pertenecer a esa gran asociación de naciones. Y, de hecho, la mayoría de los estadounidenses no votaron por al actual inquilino de la Casa Blanca —tuvo tres millones de votos menos que Hillary Clinton— pero el sistema electoral de nuestro vecino país terminó por favorecer una agenda política hecha de revanchismos, desconfianzas, oscuros rencores y, hay que decirlo también, un deseo de cambio dirigido en contra del orden establecido. Las soluciones no pasan por el aislacionismo, en el caso de los ingleses, ni por ese proteccionismo propulsado por The Donald, pero los agravios eran tan reales como fueron luego visibles los resultados en las urnas.

Cualquier posible apreciación negativa sobre el pueblo bueno que vota en contra del “sistema” es casi imposible de formular sin recibir la furiosa condena de los biempensantes (que son, con perdón, otra subespecie de intocables). Ocurre, sin embargo, que las recetas populistas terminan siendo muy perjudiciales para esos mismísimos sectores de la sociedad que las prefirieron en un primer momento. Lo verdaderamente desalentador es que la gente se da cuenta mucho después, cuando ya es demasiado tarde.

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